Fidel, el autor de la unidad nacional
28 de diciembre de 2016
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(Versiones Taquigráficas-Consejo de Estado)
Querido General Presidente Raúl Castro Ruz;
Querido compañero Esteban Lazo;
Queridas diputadas y diputados:
No crean que resulta fácil en una sesión como esta y ante un Dictamen de Ley y una Ley como la que vamos a analizar y que —como dice el Presidente don Esteban— hemos leído, estudiado y analizado, emitir otro juicio, porque no estamos ante el análisis de unas palabras cualquieras, estamos ante la voluntad póstuma de una de las grandes figuras de la historia, y, ante esa voluntad expresada de manera contundente a su amado hermano y a sus familiares y que quedan como un legado ante el mundo de lo que es el retrato y el perfil de un revolucionario verdadero, no tenemos otra alternativa que suscribirla con la convicción profunda de eso, de que ese es su pensamiento y su legado.
Tenía confianza absoluta en el triunfo de las ideas y creyó que ellas eran el mejor legado. Tenía una convicción profunda en la unidad y en el concepto magistralmente expresado en el momento quizás más maduro de su pensamiento político estaban, detrás de ese concepto, las experiencias que hicieron de él, de Fidel, el autor de la unidad nacional: no podemos olvidarlo.
Cuando él miraba al pasado, miraba al sacrificio de los precursores que no lograron alcanzar jamás la victoria porque no alcanzaron la unidad. Pensaba en los que solitariamente se levantaron y perecieron sin alcanzarlo.
Pensaba en aquel dramático 27 de febrero de 1874 en que víctima de la desunión, y quizás de la traición, fue sacrificado el Padre de la Patria.
Pensaba en Mariana, muerta en el exilio, madre también de una nación.
Pensaba en la obra inconclusa de los que se atrevieron a luchar en 1868, que pusieron en jaque al colonialismo, pero al final quebrantados por la desunión y por el combate fiero, largamente sostenido, sucumbieron al empeño.
Pensaba que no pudo realizarse tampoco en 1878, en 1879 ni en 1884 por idénticas razones, y que en 1895 con una guerra victoriosamente librada se frustraba todo al final, no ya por esa desunión, sino por algo mucho más grave y terrible: la sentencia anticipada por Martí en palabras breves, “impedir a tiempo”; no se pudo impedir a tiempo y se perdió.
Pensaba en los revolucionarios de los años treinta, en los precursores de las ideas políticas, en los precursores más avanzados. Pensaba en Mella: “Muero por la Revolución”, mas lejos de la patria.
Todo esto le inquietó profundamente y le llevó a concebir un proyecto político, que tuvo la virtud de alcanzar por única vez una victoria en este continente de un pequeño puñado de hombres y por primera vez en el mundo de un pequeño puñado de hombres contra un ejército al que batió, golpeó y liquidó.
Pensó en que antes y después en el poder había que galvanizar la Revolución en un partido, que representara la unidad de un pueblo, de una nación; lo que Martí definió como el alma invisible de Cuba.
Después de haber logrado tan magnos objetivos y haber vivido largamente como ningún otro revolucionario que yo recuerde; después de haber visto desde el poder político de las clases más revolucionarias la consolidación de esa Revolución, su sobrevivencia a un asedio heroico y terrible; después de haber vivido todo eso y considerarse invicto, creyó que no era posible vivir más, y simple y sencillamente se fue.
Ahora nos queda un gran desafío: No podemos convertir en consigna, ni vaciar en bronce, ni en mármoles, ni en palabras huecas, ni en alharaca, ni en algarabía, ni en jolgorio su pensamiento.
Durante nueve días el pueblo guardó un luto espontáneo, el que ordenó la nación fue solo el marco. El pueblo en masa fue por toda Cuba repitiendo su victoria, y debo decir que con su muerte atravesó en el camino del adversario, y en el de nuestras propias flaquezas, un enemigo terrible, como lo fue en vida lo será más allá de ella. Fue, además, un último y gran servicio a la unidad de la nación cubana.
Debo decir que desde el alba hasta el poniente se hizo una salva de cañón, manteniendo en vilo a la opinión pública.
Debo aclarar que solamente ocurrió una vez en la historia de Cuba, cuando murió Máximo Gómez y se ordenó tal duelo para que se supiera que caía uno de los últimos grandes libertadores y si no el último del continente americano.
En la tumba de Máximo Gómez no se escribió ningún nombre expresamente, porque se dijo que todo cubano que llegase frente a aquella piedra granítica debía saber que aquel perfil pertenecía a un libertador. Exactamente igual, en la piedra de Oriente, está un solo nombre: Fidel, que quiere decir fiel.
Cuando se evoca que en el glorioso cementerio de Santa Ifigenia están enterrados los padres y precursores de la Patria, falta uno, Antonio Maceo está enterrado en La Habana, porque quiso el destino y la providencia que para marcar el destino de la unidad nacional, Martí cayera en Oriente y Maceo en La Habana, y ese equilibrio marca nuestra vocación y nuestro deber.
Yo pido a los diputados que no nos agotemos de ninguna manera en poner punto y coma en esto que está escrito. Cumplamos la voluntad de un vivo, no de un muerto: No me rindan culto de palabra, ríndanme culto de obras: que se levante la producción, que se levante el campo, que se levante el trabajo, que nos avergüence el robo; que se sienta orgullo en nacer en esta República, que no emigren, que permanezcan, que trabajen, que se unan, y entonces estoy seguro que —como dice la canción— ese caballo blanco que ahora va descabalgado permanecerá eternamente y sobre él irá invisible pero cierta su figura.
Muchas gracias (Aplausos prolongados).
Tomado de Juventud Rebelde
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