Peor que la inflación
14 de marzo de 2014
|Analistas occidentales han coincidido recientemente en indicar que el fantasma de la inflación está flotando cada vez más amenazante sobre la mayoría de los países de Europa, añadiendo sobretodo una preocupación al grupo de países que sufren las consecuencias más graves de la crisis económica del planeta.
Esto es un problema que se veía venir desde el 2010, desde que el Tesoro estadounidense comenzó a inyectar mensualmente a la economía cerca de 65 000 millones de dólares, arrostrando los peligros que conlleva, como el encarecimiento del petróleo, que es vital para la economía de Estados Unidos.
Eso hizo que se vieran más claramente los desequilibrios en la cuenta corriente entre las grandes potencias, hubo fuertes choques entre las diversas divisas, sin llegar a la guerra, y, al tambalear el euro, surgió un problema de fondo y más grave que la inflación: el peligro de la deflación.
Cuando se menciona a la deflación, enseguida nos viene a la mente Japón, donde, a pesar de la producción y el dinero en manos de los japoneses, estos, tan ahorrativos como trabajadores, limitaban en enorme grado el consumo, debido a la unión de un espíritu sumamente ahorrativo con el temor a una crisis que subiera exageradamente los precios.
Para el caso japonés, la revista británica The Economist planteaba que “la brecha de producción” se “sanea” con el cierre de fábricas y el despido de trabajadores, cuando el desempleo es del 5%, inusitado en una nación donde la ocupación era virtualmente vitalicia. Esto fortalecería la casi estacionaria deflación, que es el descenso generalizado del nivel de precios de bienes y servicios en una economía, producto de una caída en la demanda y, como destacamos antes, es mucho más maligna y temida por los empresarios que la inflación.
Ello persistió hasta el pasado año, debido no solo al aumento de la masa de pobres en la rica nación, sino también a que en la mayor parte de los hogares se evitaba endeudarse y, por lo tanto, el consumo de los sectores medios se mantenía débil.
Más importante: la alta desocupación y la restricción de los salarios también deprimen la demanda de bienes de consumo. Y las empresas racionalizan, elevando la productividad, pero no aumentan la inversión, dada la enorme capacidad ociosa.
Aún en este 2014 la demanda se mantiene débil y, con la muy baja inflación los estímulos monetarios sirven de poco. Las tasas de interés ya están bajas (y no pueden ser negativas), y los bancos disponen de liquidez, pero la demanda de crédito por hogares y empresas no aumenta.
Debe tenerse en cuenta que así como la deuda prolonga el auge de la demanda antes del estallido de la crisis, también alarga la debilidad de la demanda, en tanto no se rehacen los balances, ya sea porque se cancelan deudas, o se liquidan acreencias. Invariablemente, en toda crisis lo que ocurre es una liquidación de valores, que en EE.UU continúa produciéndose, a pesar de una anunciada recuperación.
La situación se torna más grave por la tozudez republicana en boicotear todo tipo de planes que el presidente Barack Obama genere sobre el delicado tema, a lo que se agrega el constante boicot a subir la deuda general, y otros proyectos que, aunque modestos y no totalmente satisfactorios, pueden servir de beneficio a gran parte de la población que no tiene seguro médico y los once millones de indocumentados ilegales.
Esta situación se ha tornado peligrosa en Europa, donde diversos funcionarios habían asegurado que había pasado lo peor, ya no se estaba al borde del precipicio económico, estaba regresando la confianza en el mercado y el motor del crecimiento comenzaba a funcionar.
Sin embargo, relata Paul Krugman en The New York Times, “ahora existe una nueva fuente de inquietud, ya que -como señalamos al principio- el espectro de la deflación se vislumbra sobre una buena parte de Europa. Y el debate como responder se está convirtiendo en desagradable”.
Y es porque una tasa general inflacionaria en Europa que esté demasiado cerca de cero -como está pasando en gran parte del continente- se traduciría en verdadera deflación en las agobiadas economías del sur, con molestos efectos sobre naciones que soportan la pesada carga de altas deudas.
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