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No puede ser peor

13 de enero de 2014

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Dos décadas después del comienzo de la destrucción de la producción agropecuaria de México por el denominado Tratado de Libre Comercio de América del Norte, suscrito con los más desarrollados Estados Unidos y Canadá, el presidente Enrique Peña Nieto anunció que aplicará una profunda reforma del sector, e indicó implícitamente que el convenio solo benefició a la industria y el comercio y conllevó a que el 50% de los alimentos se tengan que importar.
Que el Presidente reconozca la amarga experiencia mexicana en el agro es un hecho beneficioso de por sí, a pesar de protagonizar y lograr recientemente la aprobación de una ley que virtualmente desnacionaliza la industria energética del petróleo, con beneficios principales para las empresas estadounidenses.
No obstante, en el muy importante aspecto agrícola, Peña prometió que la situación cambiará y -a diferencia de las cuestiones referentes al sector energético- tendrá amplios contactos en la base con organizaciones campesinas.
El analista mexicano Víctor M. Quintana ya había apuntado los nefastos resultados que el Tratado había traído a la economía a su país, y más cuando el 20% de la población laboral activa de casi 39 millones de personas se ubica en el sector agropecuario. Esto implica casi ocho millones de personas, la gran mayoría de ellas campesinos pobres e indígenas.
También ha perjudicado a los granjeros familiares estadounidenses, en tanto sólo beneficia a unas cuantas empresas trasnacionales del agronegocio.
La razón de esto es que el TLCAN ha generado un círculo vicioso que, en la medida que va reproduciéndose, amplía la pobreza de la mayoría de los productores y concentra la riqueza en los poderosos, que, según Quintana, se despliega en varias etapas, la más perjudicial de todas la implementación de políticas agropecuarias neoliberales por el gobierno federal.
El Tratado se ubica dentro del programa de ajuste estructural de la economía mexicana, puesto en marcha desde 1982 a fin de eliminar la “crisis de la deuda”, y para ello se aplicaron las políticas de ajuste, recetadas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
Desde 1982 hasta 1988, el gobierno redujo sensiblemente los subsidios a la agricultura, sobre todo en materia de energéticos, fertilizantes y tasas de interés; recortó el presupuesto para actividades de investigación científica y desarrollo tecnológico; liberó el precio de los insumos y controló férreamente el de garantía de los productos agropecuarios, comenzando a desaparecer algunos de ellos.
Con esto, empezó a derrumbarse la rentabilidad de muchos productores y se disminuyó drásticamente la producción local de alimentos.
La segunda generación de medidas de ajuste agrícola estructural comenzó a fines de 1988, cuando se hizo claramente perceptible que los tecnócratas neoliberales en el poder habían elaborado un nuevo proyecto para el campo mexicano, el cual consideraba que existía un gran volumen de población excedente en el agro, la cual era necesario reducir al mínimo. Esto implicó que más de seis millones de productores campesinos minifundistas, tuvieron que abandonar la agricultura para “no estorbar” a los productores modernos y eficientes, quienes monopolizaron la tierra.
Al igual que se hizo ahora con la cuestión energética, en ese entonces la reestructuración neoliberal del campo comprendió la contrarreforma agraria y la apertura comercial, que se hizo posible con las respectivas reformas a la Constitución y a la Ley Federal de Reforma Agraria, y ofreció un nuevo marco jurídico para la progresiva privatización, ingreso en el mercado y concentración de las tierras y su apertura a inversionistas privados nacionales y extranjeros.
La apertura comercial, iniciada desde 1986 con el ingreso de México al Acuerdo General sobre Comercio y Tarifas, permitió la importación creciente de productos agropecuarios en detrimento de la producción nacional, penetración que se amplió y profundizó con la entrada en vigor del Tratado en enero de 1994.
La política agraria se complementó con otra serie de medidas, como la contracción del crédito rural y la consiguiente caída de la superficie habilitada por las instituciones de crédito. El presupuesto del sector siguió reduciéndose y se terminó con los precios de garantía subsistentes del maíz y el fríjol, mientras desaparecieron o se privatizaron un gran número de entidades paraestatales o dependencias enfocadas al fomento agropecuario.
La orientación neoliberal de la política agropecuaria se profundizó desde entonces, y es ahora que un presidente se compromete a hacer algo distinto y que, asegura, es para beneficiar a los campesinos, mejorar la producción y hacer que todos los mexicanos tengan acceso a una adecuada y sana alimentación.
Y con la actual situación, pienso que, por lo menos, no puede ser peor.

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