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Matando legalmente

1 de junio de 2015

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Si nos remitimos a la historia no es fácil establecer qué Imperio o fuerza letal ha sido la más asesina, la que ha cercenado la vida del mayor número de personas, en su mayoría seres inocentes o, como se dice ahora, “daños colaterales”.
En la etapa más moderna descuella en ese tenebroso aspecto la Alemania de la Primera Guerra Mundial y, por supuesto, la nazi de la Segunda, causante de la muerte de más de 27 millones de soviéticos y unos seis millones de judíos, entre otras muchas, así como de ser responsable en la de millones de africanos, junto con otras potencias colonizadoras (Bélgica, Gran Bretaña, Francia, Portugal y España)
Quizás supere a Estados Unidos, pese a las bombas nucleares que este dejó caer sobre Hiroshima y Nagasaki, los ocho millones de muertes que causó en Corea y Vietnam, y todo lo que provocó en Yugoslavia, Afganistán, Iraq y Libia, sin entrar en detalles.
Son muertes por los que nunca ha respondido, como las que alentó a realizar a dictaduras suramericanas, y que desde hace muchos años se suceden en su propio territorio y que, fuera de los asesinatos con ribetes racistas, fascistas y políticos, son amparados por la propia Constitución norteamericana.
Precisamente, una madre jatiboniquense decía este mayo que su hija, quien viajó ilegalmente a Estados Unidos, sabía manejar diversos tipos de armas, gracias a su trabajo de seguridad en un condominio miamense. No sabía si ya le había disparado a alguien.

 

EL REVÉS DEL DERECHO

 
Debo al ya fallecido amigo y buen pelotero “Chucho” Ramos el haber admirado desde niño a todo tipo de héroes del Oeste norteamericano, desde el flaco Tom Mix, el pequeño Bob Steele y el elegante Hopalong Cassidy, hasta Wyatt Earp y Johnny McBrown, aunque siempre alertó sobre el espíritu depedrador de Buffalo Bill y la complejidad de John Wayne.
Y es que estos personajes del celuloide eran el resultado de una época en que el país fue forjado a partir de pequeños grupos de colonos que, durante décadas, vivieron aislados los unos de los otros.
Cuando Estados Unidos no poseía ejército ni policía, ni tribunales, y el gobierno no podía proveer seguridad, era lógico que la Constitución consagrara el derecho de sus ciudadanos a poseer y utilizar armas de fuego.
La rápida anexión de nuevos territorios, algunos de ellos arrebatados violentamente a la población autóctona india y a México, y la conquista del Oeste, fueron procesos excepcionalmente violentos en los cuales, junto a los laboriosos colonos, prosperaron las pandillas de ladrones de ganado y tierras y asaltantes de caminos, de los cuales era preciso defenderse,
Por diversas razones, el país se convirtió en el paraíso para los fabricantes y comerciantes de armas, que devinieron luego en grupos de presión que movilizan inmensos recursos para conseguir prebendas del Congreso, con el fin de impedir legislaciones que regulen o limiten la libertad de poseer y vender armas.
Es decir, la sociedad norteamericana tiene en su poder más de 400 millones de armas de todo tipo, incluso con poder de fuego más intenso que las que poseen las fuerzas de seguridad, independientemente de las que son enviadas a los cárteles mafiosos del narcotráfico y que enlutan a la sociedad mexicana.
Y es que todo está bajo el amparo de una Constitución que entró en vigor en 1790, y menos de un año después, se le introdujo en bloque diez enmiendas, la segunda de las cuales sostiene:
“Siendo necesaria para la seguridad de un Estado libre una milicia bien organizada, no se coartará el derecho del pueblo a tener y portar armas”.
A 225 años del documento, ya no existen las circunstancias históricas al respecto, pero para quienes controlan realmente la nación ello es intocable, y así mantienen el derecho a un estatus en el que se puede matar legalmente.

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