Los encriptados
1 de febrero de 2014
Leyó la palabra una, dos, tres veces. Aparecía en una noticia internacional en el periódico referente a datos robados. No entendía el significado. Acudió al diccionario comprado en su juventud y por lo visto, pensó, estaba tan desactualizado como él porque el vocablo no aparecía. Buscó auxilio en la esposa. Ella tampoco logró descifrarlo, pero le brindó la solución. Preguntar a los otros componentes de la familia, activos unos en sus profesiones y los otros, en el estudio.
La primera en llegar, la nuera. Soltó la cartera gigante en un butacón, le extrajo una jaba con naranjas, se quitó los zapatos, habló de la desbordada guagua y preguntó por lo que había de comida. Cuando el anciano esbozaba la pregunta, ella ya tenía la toalla en la mano, el batón y corría para que nadie le arrancara el turno del baño.
Maletín en mano y rostro irritado, así penetró el hijo por la puerta. La sagaz anciana, conocedora a fondo de las reacciones de los suyos con solo una mirada, agarró al esposo por el brazo y él entendió la señal. El hijo no tenía el ánimo a propósito para desentrañar los misterios de las palabras.
La puerta abierta por tercera vez, descubrió al nieto mayor. La mochila pesada de los libros cayó sobre el otro butacón. Corrió a la cocina y los dos ancianos sabían que el destino del viaje era el refrigerador. Mientras el joven se preparaba un alivio estomacal, el curioso lanzó la pregunta. Entre mordidas a un pan, el aludido respondió con un “eso es del mundo digital y ustedes están muy viejos para entenderlo”. No consiguieron de él más información. Estaba apurado por bañarse.
La llegada de la nieta universitaria les abrió las esperanzas. La sonrisa del rostro, el maquillaje intacto libre de sudor, les hizo suponer que el regreso, en un coche climatizado. Endosada la interrogante, la voz los envolvió en dulzura compasiva: “Abuelitos, ya ustedes no están para esas complicaciones cerebrales”. Y se retiró muy oronda, apurada por apuntar el teléfono del joven que la llevó en el auto.
El disgusto ocupaba espacio en los ancianos, cuando arribó el nieto menor. Cursaba el sexto grado. Participaba en un taller de pintura, otro de locución y practicaba fútbol. No hubo cuestionario por medio. El muchacho captó la desilusión de los abuelos y de él, cariñoso hasta el fondo, partió la indagación. Aunque tenía un partido pendiente, sonriente buscó los recursos adecuados para la explicación. Habló de los jeroglíficos, ejemplificó con filmes, expuso los secretos de la construcción de las claves y gracias a su memoria de inteligencia artificial, brindó todos los requisitos de la seguridad informática. Dispuesto a sudar más, no sufrió por el baño ocupado. Quitado el uniforme y después de pasar por el refrigerador, marchó al compromiso deportivo.
La abuela daba los últimos toques a la comida de todos y asentía a la conclusión del abuelo respecto a que en esa familia abundaban los encriptados.
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