El pecado de decir la verdad
8 de octubre de 2020
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La represión imperialista contra Julian Assange, creador de Wikileads, demuestra cómo se actúa contra el periodismo que quiere ser independiente, porque dice la verdad.
Así el hoy prisionero en Gran Bretaña -ese acólito de EE.UU.-, gracias al traicioneromandatario ecuatoriano, Lenín Moreno, enfrenta una posible extradición a Estados Unidos, donde podría ser condenado a 125 años de prisión por dar a conocer los crímenes de los agresores norteamericanosen Afganistán e Iraq, y las torturasde todo tipo que realizaron, y realizan, en varios reclusorios, incluida la prisión que tiene en el territorio que ocupa legalmente en Guantánamo.
No se puede anunciar un futuro promisorio en esto de fabricar un periodismo realmente independiente, porque el enemigo le teme a una nueva Cuba y de ello saca provecho.
José Martí decía que “trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras”. Fidel, digno heredero del Apóstol, convocó a librar la “batalla de ideas”, al comprobar que el fracaso económico y político del neoliberalismo no se traducía en la conformación de un nuevo sentido común posneoliberal.
Desgraciadamente, la izquierda demoró mucho en tomar nota de todo esto, observó el pensador argentino Atilio Borón, pero el Imperio, por el contrario, siempre tuvo un oído muy perceptivo a la necesidad de controlar la conciencia de sus súbditos y vasallos, tanto dentro como fuera de Estados Unidos.
No de otra manera se puede comprender la importancia asignada a los estudios de opinión pública y comportamiento de los consumidores por la sociología norteamericana desde hace varias décadas.
Estudios orientados a fines prácticos muy concretos: modelar la conciencia, los deseos y los valores de la población, en una escalada interminable que comenzó con investigaciones motivacionales para dilucidar los mecanismos psicosociales puestos en marcha en las estrategias de los consumidores en la sociedad de masas, hasta llegar hoy a los “focus groups” para saber qué quiere escuchar el electorado y quién quiere que se lo diga y como y, de ese modo, garantizar que los personajes “correctos” y aceptables triunfen en las elecciones, fabricando candidatos con el perfil exacto de lo que quiere la amorfa mayoría.
EN FUNCIÓN DEL MAL
Noam Chomsky examinó este asunto en gran medida, y el mexicano Gilberto López y Rivas reveló que en un multimillonario proyecto de investigación, llamado Minerva, el Pentágono encomendó el estudio de la dinámica de los movimientos sociales en el mundo, con el objeto de neutralizar el contenido potencialmente revolucionario de organizaciones populares calificadas sin más como “terroristas”. Esto era la actualización del famoso proyecto Camelot, que culminó con un escándalo a mediados de la década de los sesentas del siglo pasado y que tenía las mismas intenciones, precipitadas luego del triunfo de la Revolución Cubana.
Estos estudios fueron muy importantes para elaborar ciertos aspectos de la doctrina estadounidense en materia de política exterior. Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, Washington identificó a dos actores clave para garantizar la estabilidad del nuevo orden imperial en la periferia: los pensadores -académicos, intelectuales y, más generalmente, los comunicadores sociales- y, por otro lado, los militares, imprescindible reserva última en caso de que la labor de los primeros no produjese los frutos deseados.
Todos los grandes programas de becas para estudiar en universidades norteamericanas, así como los numerosos programas de intercambio cultural con jóvenes intelectuales y artistas, periodistas y comunicadores en general tienen esa misma fuente de inspiración.
Lo mismo cabe decir de los voluminosos programas de “ayuda militar” que Washington administra a escala mundial, porque junto al suministro de armas y el entrenamiento militar, viene la identificación de los enemigos internos. En ambos casos el papel de las ideas mal podría ser subestimado.
Todo esto sin explicar el importante juego en el que el Imperio somete a los medios de comunicación.
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