Un cuarto de siglo sin Héctor García Mesa
22 de septiembre de 2015
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Bastó que en la bóveda de la Cinemateca de Cuba trocaran una copia del Week End, de Jean-Luc Godard, con destino a un ciclo sobre el color en el cine, programado en la ciudad de Camagüey, y que llegara otra película de idéntico título, de otra nacionalidad, ¡y en blanco y negro! para que yo, cocuyo de las funciones de la Cinemateca en el cine Guerrero, templo de la cinefilia local, escribiera de inmediato una carta a Héctor García Mesa para protestar por la irregularidad y manifestarle otras preocupaciones. Confieso que nunca esperé respuesta, hasta que cierto día, de repente, recibí una carta (que conservo celosamente) de varios pliegos mecanografiados en la que el propio director de la Cinemateca de Cuba me explicaba detalladamente no solo el origen del error, sino toda una serie de consideraciones. Entonces supe que ese fundador de la institución en 1960 era quien, además de todas sus responsabilidades, elaboraba la totalidad de los ciclos tanto para la sede capitalina, entonces llamada Cine de Arte ICAIC –y luego sala Charles Chaplin–, como para todas las ciudades del interior de la Isla a las que había llegado ese museo del cine. Esa carta, y luego visitar La Habana e ir como en una peregrinación a la oficina en el edificio ICAIC de Héctor, siempre sonriente, selló el inicio de una sólida amistad apenas interrumpida hace veinticinco años, el 22 de septiembre de 1990.
A partir de la fecha en que recibí la primera carta de Héctor, me convertí en su más estrecho colaborador en lo relativo a la programación de mi ciudad natal. Con toda la increíble frecuencia posibilitada por mi insaciable avidez cinefilítica y la supersónica velocidad mecanográfica, lo bombardeaba con propuestas de ciclos y solicitudes de títulos en la historia del cine, nunca antes exhibidos a 572 kilómetros de La Habana. Aquello fue paradisíaco para todos los que asistíamos semanalmente a los dos días fijados para la Cinemateca y, a veces, repetíamos la película de una a otra tanda. Aquí los ejemplos son innumerables, baste citar Cuentos de Budapest, de István Szabó o Kwaidan, de Masaki Kobayashi.
Héctor no se limitó a complacer mis abigarradas peticiones de películas (algunas que, confieso, nunca había podido ver en el momento de su estreno por no tener la edad requerida). Por si fuera poco, de una lista que conservaba en esa auténtica caja de sorpresas que eran su buró y su pequeña oficina, sacó muchas veces –como del sombrero de un mago– sugerencias de filmes en calidad de estrenos absolutos en Cuba (Vagas estrellas de la Osa, de Luchino Visconti, entre estos) que, por primera vez se proyectaron en Camagüey.
Nuestra amistad se estrechó durante varios años en que siempre viajaba a La Habana, lo cual hacía con cierta asiduidad para no perderme películas y puestas teatrales que demorarían o nunca llegarían a nuestra provincia, escapando de los encuentros teóricos en la Universidad de Camagüey; invariablemente pasaba por su oficina para saludarlo e intercambiar criterios. Selma, su muy eficiente secretaria, ya reconocía mi voz al atender alguna de mis innumerables llamadas. Recuerdo como si fuera hoy aquel día de 1979 en que mostré a Héctor, no sin cierta timidez, la primera crítica que había publicado en el diario provincial Adelante (una sobre Todo para vender, de Andrzej Wajda), y sus eufóricas palabras de aliento para que se las enviara regularmente. Siempre me manifestó su deseo personal de que si alguna vez se creaba otra plaza en la oficina de la Cinemateca, sería ocupada por mí.
La mayor prueba de confianza y de respeto hacia mi sentido de la responsabilidad recibida de Héctor, fue cuando me seleccionó para formar parte como asistente de su principal organizadora, la argentina Silvia Oroz, del comité de atención a los invitados especiales del revelador seminario “El cine latinoamericano de los años 30, 40 y 50”, programado en 1989 en el onceno Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Aquello fue la apoteosis pues, conscientemente, Héctor me permitió descubrir o redescubrir algunos clásicos, entre esos algunos producidos por el cine pre-revolucionario y exhibidos por vez primera desde 1959. Al mismo tiempo pude compartir, como si nos conociéramos de toda la vida, con figuras míticas cuyos nombres había visto en los créditos de las películas del programa televisivo “Cine del hogar”: Amelia Bence (la de los ojos color del tiempo), Juan Carlos Thorry, Ninón Sevilla, Tulio Demicheli o Alejandro Galindo. A ellos se sumó ese genuino representante de la generación del nuevo cine argentino de los años sesenta que es José Martínez Suárez quien, desde que lo recibí en el aeropuerto, me soltó aquella célebre frase final de Bogart y Claude Rains en Casablanca sobre el inicio de una amistad que, hasta hoy se mantiene. No olvido la sonrisa cómplice de Héctor las veces que montaba en el microbús que nos asignaron.
Gracias a la ingente labor de Héctor García Mesa, la Cinemateca de Cuba fue aceptada en 1963 miembro permanente de la Federación Internacional de Archivos de Filmes (FIAF). Este hombre nacido en La Habana el 26 de noviembre de 1931, participó también en la creación de la Coordinadora Latinoamericana de Archivos de Imágenes en Movimiento (CLAIM) en 1985 por su preocupación constante por preservar y proteger el patrimonio audiovisual del continente. Desde ese mismo año fue el primer latinoamericano elegido para ocupar una de las tres vicepresidencias de la FIAF. Su reputación y prestigio, que condujo a la Cinemateca de Cuba, donde surgieron los cine móviles para llevar el séptimo arte a las regiones más apartadas, a ser una de las más reconocidas de América Latina.
Cuando en abril de 1889 se celebró el 46 Congreso de la FIAF en el Palacio de la Convenciones, y al que asistí invitado por el propio Héctor, admiré deslumbrado la proyección del cortometraje Precious Images, de Chuck Workman, un artífice de la edición, frente a aquel vertiginoso desfile de planos antológicos que uno trata de identificar sin que apenas le alcance el tiempo, fue como si asistiera a una epifanía de la fraterna historia cinéfila vivida con Héctor García Mesa. Si bien el estado de salud le impidió estar presente en ese otro acontecimiento del que fue el máximo inspirador, imaginé que lo tenía a mi lado. En su partida, como cada vez que ocurre con alguien que verdaderamente estimo, evoqué aquel verso de un célebre poeta ruso ante el adiós de una persona entrañable:
“… fue como si el tronco le dijera a las hojas: Me marcho”
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