Un alma grande y generosa: Celia Sánchez
11 de mayo de 2020
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Con la última luz del día, depositaré personalmente una pequeña ofrenda floral junto al Hogar Materno Infantil de La Habana Leonor Pérez Cabrera. Porque allí colocamos una tarja para recordar a Celia Sánchez Manduley.
Pondré personalmente esas flores, porque todo el que me conoce sabe cuánto le debo a Celia y cuánto le debe esta obra a esa mujer extraordinaria. Quizás como estamos tan acostumbrados a los adjetivos, a veces por un defecto de la propia elocuencia y de ver las cosas siempre con un sentido feliz y maravilloso, cuando decimos extraordinario, parece insuficiente. Sería entonces menester hallar una palabra mucho más sencilla, más íntima y profunda para poder contarles a ustedes lo que ella hizo por la restauración de La Habana Vieja y por el Museo de la Ciudad.
Se trataba de un acto que se desarrollaría en el Pabellón Cuba, en la calle 23: el Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR) iba a realizar una exposición patriótica con motivo del 10 de octubre del año 1968. Era el centenario del inicio de nuestras luchas por la independencia y la nación había constituido una comisión extraordinaria presidida por el comandante Faustino Pérez. Conocía yo a otros hombres de la Revolución, al comandante Jesús Montané, al comandante René Rodríguez; pero en este caso me invitaban los compañeros del DOR y todos ellos se confabularon, me ayudaron para que en el momento que Celia llegase a ver lo que se habría de inaugurar después, tuviésemos un encuentro que resultase favorecedor para la obra que yo estaba realizando con mis compañeros y que tenía que ver también con el 10 de octubre.
Para conmemorar esta fecha –el centenario del Levantamiento de Carlos Manuel de Céspedes; la Proclamación de la independencia de Cuba, el nacimiento del ejército y de la esperanza del pueblo cubano– decidimos que en el Palacio de los Capitanes Generales, antigua sede del poder militar español, se abrirían las primeras salas de lo que llegaría ser el Museo de la Ciudad. Esta obra no era comprendida por todos, no todo el mundo entendía por qué se debía restaurar el Palacio y mucho menos qué tipo de museo se debía instalarse en sus salas y espacios interiores. Solo Celia, de la cual tenía toda la referencia de su humildad, de su voluntad de apoyar a todo el que hiciese un esfuerzo por y para la Revolución, de su amor por la cultura, de su sensibilidad extrema por conservar los objetos, los documentos y aun la memoria viva de la historia, podía extenderme una mano generosa. Y así fue, cuando irrumpió Celia pensé que se trataba de una de esas personas difíciles de abordar; sin embargo me acerqué a ella, me empujaron ante ella, y entonces yo tuve ese minuto, esos instantes que no son más que para plantear una idea o para pedir un apoyo. Ella me tomó por el hombro, me apartó, y para sorpresa mía, me conocía. Quiero decir que tenía referencia, conocía del trabajo, sabía que en una u otra ocasión había frecuentado la oficina donde estaba el Archivo de Asuntos Históricos; ahora me pedía de forma muy particular que fuese el archivo, que a la mañana siguiente allí habrían instrucciones precisas de su parte, para darme la ayuda que solicitaba.
A partir de ese instante fui para ella Eusebito, y además prodigó consejos a veces duros y severos. No había cosa más difícil que un regaño de Celia, porque era tan cariñosa, tan afectuosa, tan buena, un ser humano con tanta calidad, que cuando regañaba era una cosa demoledora. Para mí que no sabía de nada y que trataba de aprenderlo todo y que era, como soy, un hijo de la Revolución, esa aproximación era fundamental. En una caja de hierro, bajo llaves, tengo guardadas todas las cartas que le dirigí, sin una sola respuesta; las respuestas nunca fueron escritas, siempre fueron precisas, siempre fueron respuestas que se hacían saber como una tormenta que anuncia el cielo, o como la lluvia en una tarde de verano. Así de pronto llegaban diciendo Celia manda, ella le pide que haga esto y he ahí las respuestas. Pero hubo un determinado momento en esta historia de obras y de creación, en que ya no llegó esa respuesta nunca y entonces, sintiéndome muy atribulado y solo en mi empeño, aunque ya tenía otros amigos, me fui a buscar a René Rodríguez y le dije a René con mucha amargura; “René, ya ni Celia me responde”; con una enorme tristeza René me dijo: “Celia se está muriendo”. Nunca me olvidaré el sentimiento de dolor tan inmenso que sentí aquel día, lloré como nunca lo había hecho antes, la lloré como una madre y la recuerdo ahora entre sus deudos y entre los que no se resignan a su ausencia. Pero todos los que fueron signados por el cariño de ella, por su amor a Fidel y por su lealtad a la Revolución sabemos que ningún tributo es justo, ni ella lo aceptaría, sino tributos de obras, tributos de humildad y de silencio. Por eso todos los días cuando hago algo bueno, si pienso en alguien en la tierra es en Celia y trato por todas las vías de que otros muchos recuerden que por el espacio de Cuba cruzó un alma privilegiada, una estrella súbita, un alma grande y generosa: Celia Sánchez.
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