Nuestra enseña nacional a media asta, un viernes demasiado gris y hasta el «llanto» del cielo en la capital, fueron el preludio de la terrible noticia que nadie hubiera querido escuchar aquel 11 de enero de 1980.
Había dejado de latir el «alma» femenina de la Revolución; se privaba a un pueblo entero de la bondad, la ternura, la rebeldía y la sencillez misma hecha mujer…, partía físicamente la madrina de todos, quien desde aquella jornada plomiza se tornaría flor, aire, recuerdo memorable, presencia viva.
Porque se equivoca la muerte si cree que pudo, entonces, llevarse consigo a quien ya había anidado, para todo tiempo, en el pecho de los niños huérfanos salvados del desamor; en el cariño profesado por los campesinos tratados como iguales; en la admiración de las mujeres que fueron dignificadas social y laboralmente; y en tanta, tanta gente agradecida con aquella heroína excepcional.
Se equivoca la muerte, ingenua y cobarde, si cree que más de cuatro décadas han hecho mella en la memoria de esta nación.
Porque no es posible olvidar a la niña de Media Luna que ahorraba monedas todo un año para comprarles regalos, el Día de Reyes, a los pequeños más pobres de su poblado; o que junto a su padre Manuel –honorable médico– ayudaba a sanar los dolores del cuerpo de los «sin nada». La misma niña que subió al Turquino en el centenario del Apóstol para honrarle allí, con su busto, y una certeza musitada al oído: «No estarás solo, siempre estaré contigo».
Porque es difícil no evocar en presente a la muchacha que, desde la clandestinidad, ingeniaba soluciones tremendas como la de colocar mensajes envueltos en cigarrillos y hasta dentro de un cake; o la de inventarse una barriga de embarazada para burlar las autoridades de la tiranía.
La misma jovencita que aunó voluntades para salvar a los expedicionarios del yate Granma; que fue la primera de verde olivo en la Sierra; que recopiló, en trozos de papel, la historia de la guerra; y que se convirtió en luz, y no en sombra, de Fidel.
Porque es imborrable la huella de su obra en cada sitio en revolución donde fue génesis, idea e impulso. Ahí están, como testigos, el Parque Lenin, la heladería Coppelia, el Palacio de Convenciones, la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado, escuelas y talleres, por solo citar algunas edificaciones.
Porque también su imagen entrañable nos recuerda a la dirigente que nunca desatendió un reclamo; que velaba con sensibilidad infinita por el cuidado de las plantas y los animales; que prefería ir vestida con tejidos de sacos de harina y andar entre los suyos, nunca por encima. La diputada que cuidó más de su pueblo que de su salud. La miembro del Comité Central del Partido que se ganó el cariño de millones con trabajo, humildad y una entrega sin par.
Si el detalle necesitara un nombre sería el de ella. Si a la modestia hubiera que nombrarla se llamaría como ella. Si el ejemplo tuviera que medirse nos bastaría con pensar en ella.
Y aun cuando ha sido bautizada con múltiples epítetos, como el de Heroína de la Sierra y el Llano, la flor más autóctona, o guerrillera incansable, basta con decir Celia, para saberla sencillamente eterna.