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Regino Pedroso, yunque y verso

29 de octubre de 2018

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Dos fechas recuerdan, en este año 2018, al poeta Regino Pedroso (Matanzas, 1896-La Habana, 1983): el aniversario 85 de su libro Nosotros, alta expresión de la poesía social cubana, y los 35 años de su desaparición física. De ahí la propuesta de volver a leer esta entrevista realizada, hace más de cuatro décadas, al autor, entre otros poemarios, de El ciruelo de Yuan Pei Fu.

 

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Ante Regino Pedroso, el poeta proletario, la conversación pierde los límites del tiempo. Instalado en su pequeño cuarto de estudio, entre libros, discos, objetos de otros países –desde una auténtica pipa de un legendario mandarín chino hasta una máscara ritual mexicana–, donde múltiples fotografías recuperan los fragmentos de pared disponibles, recibe siempre con afecto de viejo amigo al nuevo visitante. Este hombre pequeño, de gestos mesurados y voz casi imperceptible, de ascendencia asiática y africana, rememora, algunas veces con alegría brillante en sus apagados ojos, otras con hablar casi a punto del llanto, sus años de existir.

 

Cuando yo tenía más o menos su edad estaba bastante embriagado con la poesía y me creía que habría de vivir mucho –sonríe, con esa tenue sonrisa que se abre como para no molestar sus labios, y prosigue–, era enfermizo, muy flaco y me daba los 30 años como final de mi vida. Mi gran dolor –y mi mayor ambición y esperanza a la vez era no poder dejar un libro, que creía sería inmortal, que me sobreviviría. Pero viví des­pués de los 30, y vi un libro en 1933 que produjo un gran efecto en nuestro país. Así, seguí pidiendo a la vida 5 años más, a cada petición iba pidiendo un numerito más creciente de años, hasta que ya en la madurez me dije “bueno hasta los 60 ó 70 ya es bastante”, pero llegué a los 80 y ahora le pido a la vida –aunque antes quise sólo llegar a los 80– vivir hasta los 95 años, entonces comenzaré a coquetear, un poco, con la muerte.

 

Regino Pedroso, carpintero, cortador de caña, trabajador azucarero, mecánico, herrero, hombre de pueblo, sudor y clamor proletario, yunque y martillo, inicia en Cuba la poesía social, con perfiles revolucionarios. Inaugura, como cronista y, también, como protagonista de su tiempo, la poética social que habla “de cien generaciones proletarias, / que igual que hace mil años piden en grito unánime / una justicia igualitaria”. Regino capta, ya se ha dicho en otras ocasiones pero siempre resulta estimulante recordarlo, su propia vida, no es el poeta-trasmisor de su desgarrada época, es el poeta-actor que explosiona con su testimonio de combate.

 

Nace un obrero

A los 13 años, este niño –delgado, de expresivos y lineales ojos– se despide de su infancia. Atrás quedan el pueblo natal, Unión de Reyes, con su iglesia, su parque, su estación de ferrocarril, su riachuelo –“todo el mar” para la mente infantil–, y también el recuerdo del padre desaparecido. Natural de Cantón, dedicado a la venta de frutos menores y dueño de un establecimiento comercial después, este hombre –sin dudas– ha dejado una profunda marca espiritual en el joven. De él recordará las visitas al casino chino, con su santuario, donde en esa simbiosis de fantasía y realidad se recrearán elevados templos, dragones mitológicos, aves de multicolores plumajes, árboles con frutas luminosas, ídolos de suntuoso jade, impregnado del olor fino y penetrante del rito asiático. En este ambiente, también con la presencia de la llamada tía Felicia, desconocida en su parentesco real, con el hambre y la miseria como lugar común, este niño desarrolló su vida. Ahora, a los 13 años, junto a su madre y sus cuatro hermanos, llega a La Habana. Corre el año de 1909.

 

Al llegar fuimos a la casa de mi padrino. Después, era necesario comenzar a trabajar, aprender un oficio. Antes no era tan fácil como ahora. Me coloco, entonces, de aprendiz en una carpintería, para ver si mejoraba poco a poco –dice, mientras sus manos repasan el borde de uno de sus libros–; me hablan por esa época de ir a la zafra. En el central El Jobo fui aguador, roturé la tierra, corté caña, sembré, por un peso diario. Volví, esta vez al central Amistad, a la zafra el próximo año. Después, en Las Villas, trabajo en la escogida del tabaco. Ya en Oriente, por siete años y medio, sigo en la zafra, en Media Luna, Pilón, Moa, Niquero, río Cauto, de clarificador de guarapo, ayudante de mecánico y asistente de puntista en los tachos. También, en reparaciones del central, carga y descarga en los muelles, esto casi siempre en el tiempo muerto.

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Este adolescente fogueado al calor del trabajo, rompiendo la tierra para hacer germinar su futuro, aplastado por la muerte de su madre, impresionado por el amor primero, escribe en unos pequeños trozos de papel “Entre prosa y verso”. Híbrido preciosista, pleno de metáforas de amor, estas estrofas inauguran su producción poética.

 

Me gustó siempre la prosa, pero mi modo de producción tomó el camino del verso. La poesía no está sólo en el verso medido o no medido, sino en el sentimiento que podemos encontrar en él. Cuando escribí “Entre prosa y verso”, tenía 16 años, vivía en Santa Clara, en una situación especial: allí había muerto mi madre y había dejado a una muchacha. Fue como un modo de desbordar esa emoción, fue algo instintivo, emocional. Después seguí leyendo prosa –Don Quijote, obras de Víctor Hugo, Dumas– y escribí versos. También llevaba una Biblia que me gustaba leer por lo que hay de fantasía, de pasado, ya que nunca he tenido creencias religiosas.

En 1919 vengo nuevamente para La Habana. Comienzo a publicar poemas en El Fígaro, Castalia, Chic y Bohemia, eran versos parnasianos, exóticos, entre ellos “La ruta de Bagdad”, “Los Borgia”, “Cleopatra”. Mientras, trabajo en la American Steel Co. –hoy Cubana de Acero– y después en los talleres ferroviarios de Luyanó. En estos años conozco a Núñez Olano, quien al ver mis poemas también parnasianos como los suyos, los enseña a Rubén Martínez Villena, que entonces quiere conocerme.

Entre La ruta de Bagdad (1918-23) y Las canciones de ayer (1924-26) se produce una mutación en la obra de Regino Pedroso. En el primer poemario, entre el “lento cabecear de los camellos”, la pedrería, las sedas y el exotismo de las ciudades orientales; entre la metáfora altisonante y la rima al vuelo, se evade el hombre. Las canciones de ayer, al decir del poeta, “inicia la inconformidad, la protesta”, inaugura, además, una problemática que cobrará materia en su próximo libro Nosotros (1933). No obstante, ya aquí “estoy sobre la vida como el héroe titánico / en la roca, sintiendo deshechas mis entrañas”.

 

Cantar su vida

 Una tarde después de salir del taller, fui a ver a Rubén. Nos conocimos y fraternizamos de tal modo que le entregué el espíritu de mi franqueza tan abiertamente, que nunca después conocí a nadie que le hiciera idéntica impresión. Era de un gran sentido del humor, muy inteligente, muy sincero, conversábamos mucho, me enseñaba sus versos, algunas veces yo los míos. Recuerdo una vez, al salir del café Martí, me preguntaba si no había escrito algo, yo le decía que no a pesar de tener guardados algunos versos, pues he sido algo tímido, retraído, y con esa inteligencia y esa cosa emocional característica de su personalidad, Rubén me sacó los versos del bolsillo.

 30 de octubre de 1927: entre infinidad de materiales –intrascendentes unos, históricos otros– el Diario de la Marina publicó en su suplemento literario “Salutación fraterna al taller mecánico” y “Los conquistadores”, dos poemas de Regino Pedroso, con una semblanza firmada por Rubén Martínez Villena. En breves y encendidas cuartillas sintetizó el autor de “Mensaje lírico civil” el existir del poeta: “He aquí la tragedia de un hombre explotado. De un hombre a quien el Estado no dio la instrucción requerida por su curiosidad humana; de un hombre a quien, contra su aptitud y contra su actitud consciente, es decir, su vocación, se ha condenado –con la inapelabilidad de la necesidad económica– al rudo trabajo corporal, agotador e irrecompensado; de un hombre a quien acosará el prejuicio racial y el más genérico y humillante: el prejuicio social. Trabaja sobre el hierro, en el torno con la madarría”.

El día que escribí “Salutación fraterna al taller mecánico” trabajábamos seis hombres en un motor eléctrico, en los talleres ferroviarios de Luyanó, que debía estar terminado para las 5 de la tarde. Fue cuando me vino la inspiración y a cada momento tomaba un apunte, una idea, una nota, en pedazos de papel. Aquellos muchachos sabían que yo escribía versos. Uno de ellos me dijo, “mira chico, estamos viendo que te ha dado la bobería de la poesía, vete para el sótano que si viene el yanqui te avisamos, pues aquí estás fastidiando más que trabajando”. Bajé al sótano y le fui dando algún orden al poema…

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 Los ojos de Regino quieren ver el pasado. La emoción los empaña y quiebra la voz. Una pausa para recuperarse y continuar:

A los dos o tres días los bajé al sótano para leerles el poema. Nunca había leído versos, los había publicado, pero impulsado por el sentimiento de ese poema lo leí. Por la atención que pusieron, por la emoción me daba cuenta que estaba leyendo algo que representaba la vida de aquellos hombres. Cuando terminé me abrazaron y a uno de ellos se le escapó una lágrima… Me di cuenta, entonces, que había escrito un gran poema que reflejaba el espíritu y la vida de los hombres de mi clase. Ese poema se lo dediqué a Roberto Molina, que era mi más querido compañero.

Cuando escribo “Salutación fraterna al taller mecánico” lo único que recuerdo se había publicado de Maiakovsky era un fragmento de “Izquierda marchen”. El sentimiento que brotó no creo haya tenido Influencia de otro poeta, sino de un momento histórico de la revolución comunista. Ese poema me dejó interiormente una gran pregunta: ¿había hecho poesía o qué era aquello? En esa época se escribían algunos versos proletarios que hablaban de un dolor de clase, pero no aportaban a la llamada poesía social de ese instante. Yo, por mi parte, no cantaba lo que veía, sino mi propia vida, por eso creo ese poema tiene tanta fuerza humana, social, revolucionaria, porque yo era un hombre de trabajo.

 

Un estallido necesario

En una de las vidrieras, por la calle San Rafael, del lujoso establecimiento El Encanto acaba de aparecer la venta un singular libro. Pequeño, con una portada donde una rueda dentada en color azul es movida por un hombre en rojo, con un título de sentido colectivo: Nosotros, este poemario de un autor poco conocido, Regino Pedroso, de seguro causará electos insospechados en la Cuba de 1933.

 

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La edición de Nosotros fue algo grande. Pudo imprimirse gracias a Roa, Fernández de Castro, Tallet y otros amigos y compañeros, con pie de imprenta falso y sacando poco a poco los ejemplares del taller. En El Encanto estuvieron expuestos, confundidos de seguro con el símbolo del Club Rotario, siendo retirados poco después al recrudecerse la persecución policial. A tal punto llegó, que durante la huelga de marzo, los poseedores del libro eran condenados a 6 meses de prisión. Nosotros fue considerado subversivo y peligroso.

Regino Pedroso, el poeta de Nosotros, quiere “contribuir en esta tierra joven de América a la afirmación de una lírica social”, porque cree “en la bondad del arte como manifestación suprema de la belleza; pero sólo comprendemos y justificamos su utilidad y su razón de eternidad, cuando tiende a reflejar e interpretar angustias, ensueños, anhelos e inquietudes de grandes conjuntos humanos”. Es este el mismo hombre que años antes se integra a la Hermandad Ferroviaria de Cuba –y a su grupo Pro-Unidad–, que milita en Defensa Obrera Internacional y en la Liga Antimperialista y que, en 1930, es cesanteado en los talleres ferroviarios de Luyanó.

Trabajé entonces en el periódico La Prensa, escribiendo en muchas ocasiones su editorial. En Ahora fui redactor y corrector de pruebas. En el primer periódico legalmente oficializado del Partido Comunista de Cuba, La Palabra, también trabajé en corrección de pruebas y en la página literaria. Paralelamente era uno de los seis editores del órgano clandestino de la Liga Antimperialista, la revista Masas.

En 1935, junto a los editores de Masas, sufrirla seis meses de prisión en el Castillo del Príncipe. “No fue por escribir versos románticos ni deshumanizados –diría el poeta– por lo que se nos encarceló, sino por realizar una encendida labor antimperialista y propagar los ideales del socialismo sembrados en toda la anchurosa vastitud del mundo por Carlos Marx”. Vendrán después Los días tumultuosos (1934-36) donde aparece “¡Vencedor!”, el viril poema dedicado a Pablo de la Torriente Brau en su muerte; Más allá canta al mar… (1939), con el que obtiene el Premio Nacional de Poesía; Bolívar. Sinfonía de libertad (1945), dedicado “a los pueblos hermanos de América, hijos y angustia de sus sueños”; y El ciruelo de Yuan Pei Fu (1955), con una ironía estilizada y una penetrante filosofía de la vida.

 

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Más allá canta el mar… es un libro de angustia profunda, de desconocido dolor. Me parece haberlo escrito con sangre de espíritu, también con esperanza y ensoñación. El ciruelo de Yuan Pei Fu, por su parte, es un libro de carácter humano, que está más allá de una determinada época y de un determinado país. Está el hombre en sus debilidades y en sus grandezas, en sus verdades, en su fingida creencia o en su mentir. Quise pintar la vida no solo para aquella época, sino también para el futuro.


Regino en el tiempo

 

Ahora, con su lento andar, Regino explica cada una de las fotos que aparecen en su cuarto de estudio: al centro, en Roma, en París; más al costado, en China y México –donde desempeñó funciones diplomáticas después de 1959–; arriba, con los editores de la revista Masas; también las fotos familiares: Petra, su compañera, con la belleza y lozanía de los años juveniles. De la fotografía –uno de sus entretenimientos favoritos– la conversación pasa de nuevo a la prosa, donde Regino posee varios cuentos y algunos ensayos.

Si mi vida hubiera sido distinta económicamente, hubiera escrito más prosa. El poema podía construirlo con varios apuntes, sin dedicarle mucho tiempo, cosa que no sucede con la prosa.

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El poeta que puso “la primera piedra de una poesía nueva en Cuba” –al decir de María Villar Buceta–, el obrero que entre el sudor y la sangre de sus hermanos de clase –su propio sudor y su propia sangre– puso su verso del lado del deber, se refiere con alegría casi infantil a su Obra poética recién publicada, también a los estímulos recibidos: la Distinción José Joaquín Palma, de la Unión de Periodistas de Cuba, en 1975; y la medalla y el diploma del SNTPL Alfredo López, en 1976.

 

Cuando vuelvo la vista atrás –apunta Regino– no siento rencor ni amargura por todo lo pasado, no veo el trabajo y el aislamiento que pasé.

 

A los ochenta años, en su apacible casa de Marianao, 10 kilómetros al oeste de La Habana, Regino Pedroso revive su pasado: afectado de la visión, sin poder leer ni escribir, el poeta proletario, el hombre que tuvo fe en el futuro, en “los grandes días” que llegaron, evoca el mejor saludo al taller mecánico: su propia vida.

 

Nota:

Publicada en la revista Bohemia, año 68, n. 33, 13 de agosto de 1976, p. 10-13.

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