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«Quiero que el libro de papel muera para progresar»

9 de noviembre de 2022

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Estoy totalmente convencido de que el poeta, investigador, ensayista y profesor universitario Luis Álvarez Álvarez conoce el alcance y trascendencia de ese proverbio árabe que, con meridiana certeza, asegura que «libros, caminos y días dan al hombre sabiduría».

Una rápida ojeada a la biografía intelectual de este hombre –nacido en Camagüey, en 1950– confirma su ineludible compromiso, desde su más temprana niñez y adolescencia, con ese antiguo y valioso instrumento del conocimiento humano que es el libro.

Doctor en Ciencias y Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana, con más de medio centenar de libros publicados, ha estudiado temas literarios y lingüísticos, ha profundizado en la teoría de la investigación y de la lectura y ha ejercido la crítica de arte.

Son numerosos los reconocimientos recibidos dentro y fuera de la isla –entre ellos el Premio Nacional de Literatura y el Premio Internacional de Pensamiento Caribeño de la Universidad de Quintana Roo, la Editorial Siglo XXI y la Unesco– que avalan su labor intelectual.

En esta conversación, centrada en el libro y la lectura, Luis Álvarez Álvarez me confirma también –como reza otro proverbio hindú– que «un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora».

 

Hablemos de sus primeros recuerdos relacionados con la lectura. ¿Cómo influyó su familia en su interés por la lectura?

 

–Tengo una noción bastante precisa, de mis primeras lecturas en lo que a libros se refiere —descuento los inolvidables “muñequitos” de mi época—. Estoy seguro de que mi primer libro fue un ejemplar de segunda mano de La Caperucita Roja, de Perrault. Recuerdo que, al tacto, las páginas de papel parecían de tela, por lo manoseadas. Cada página tenía una ilustración, y al pie, un mínimo texto manuscrito con tinta, sobre una tira de esparadrapo. Como era mi favorito o debió de serlo, me lo leyeron muchas veces, hasta que mi atención, al cabo del tiempo, se fijó en los textos escritos a mano, con tinta líquida, no con bolígrafo. Y, claro, un buen día, a solas, las arranqué una a una para descubrir el misterio, que se había hecho mucho mayor aún que el absurdo de que el lobo no se hubiera comido a la idiota de Caperucita en el camino, en vez de en casa de su abuela. Así descubrí el texto impreso debajo, que estaba en inglés y, desde luego, no entendía, salvo comparando con el esparadrapo arrancado. Pero eso me impulsó a aprender algo de inglés muy temprano, ayudado por la escuela y un poco más por mi padre.

Luego, mi familia, entonces muy numerosa, descubrió mi adicción a la lectura, y los cumpleaños y Navidades compartían con libros diversos oficinas de cartón para un posible sheriff de mi misma estatura. Recuerdo especialmente a mi abuelo materno, periodista, que me regaló una imprenta de juguete con la cual “imprimí” mis primeros libros propios y unos dos periódicos sobre mascotas.

En mis primeros años escolares, en que la enseñanza era odiosamente severa, nos daban, sin embargo, dos meses de vacaciones, que generalmente mis padres compartían entre la playa y el campo. Tenía acordado el derecho de comprar los libros de vacaciones, que siempre, por obsesión tradicionalista tan común en la infancia, eran diez, sobre todo de Emilio Salgari, mi favorito, Julio Verne y sir Walter Scott.

Tengo la imagen visual absolutamente perfecta de mi abuelo Julio, el periodista, entrando en mi casa orgullosamente con el libro Las veladas de la quinta, de madame de Genlis. Era un libro de mi bisabuelo Juan Donéstevez de Mendaro, farmacéutico socio del célebre Sarrá, y había sido el libro de infancia de mis muchísimos tíos abuelos maternos. Lo leí infinitamente y se lo hice leer a mi esposa, Olga García, quien lo usó luego para su senda tesis doctoral. Ese libro me abrió, a los once años, el mundo extraordinario de la transición del Neoclásico al Romanticismo y a saber que la literaria, cuando es verdadera, no sufre nada por tener regusto didáctico. Alga Marina Elizagaray, en un libro suyo muy discutido en su día, se refiere a Las veladas de la quinta como a un libro sumamente deficiente y aburrido. Bueno, era su opinión: a mí me parece apasionante y lo leí no menos de diez veces.

MI familia estimuló muchísimo mi interés por la lectura. Recuerdo, por esa absurda selectividad autónoma de la conciencia, una plácida conversación de sobremesa en que mis padres debatían a qué edad sería adecuado que yo leyera, en el futuro, Los miserables, de Víctor Hugo. Aquello sirvió, desde luego, para que los leyera cinco años antes de lo acordado por los sesudos progenitores.

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Cuando tenía trece años, trajeron de la finca para mi casa la biblioteca de mis abuelos paternos. Ah, qué editorial Sopena, barata, vulgar y apasionante: Me leí de un tirón las tres partes de Los tres mosqueteros, de la primera hasta El vizconde de Bragelonne. Y otras tantas obras de Alejandro Dumas: Los Borgia,  inapropiadísimo para mi edad; Memorias de un médico, y mucho más.

Ya era miembro de la Biblioteca Provincial de Camagüey, que entonces tenía todos los tomos de La comedia humana, de Balzac, y todas las maravillas que podía soñar en historia, biografías y autobiografías. Fue entonces que empezaron las órdenes de mi madre desde su cuarto al mío: “Luis Eduardo, apaga la luz”. Hasta que compré con mis magros ahorros una lamparita mínima para sujetar a la cabecera de la cama y seguir leyendo. Supongo que de ahí  deriva mi miopía.

Mi tía Toto me regaló Viaje al país de arte, de Goethe: ¡qué atracón! Y luego me regaló, tan de su generación, las obras completas de Vicente Blasco Ibáñez, de la editorial Aguilar. No me gustó mucho, pero no se lo dije. Sí, tuve un entorno familiar muy dado a la lectura. A los once años, mi abuelo materno, jubilado y con problemas de visión, me convirtió en su lector, para repasar desde periódicos de inicios del siglo XX que él había guardado, hasta libros y libros sobre la historia de Cuba y de su desdichada industria azucarera.

No sé cómo entre los 13 y los 16 años hallé tiempo para tener buenas notas en las distintas escuelas, aprender a bailar e ir a fiestas y tener montones de amigos, muchos de los cuales no leían ni el periódico, pero eran seres humanos buenos, decentes, confiables y los conservo hasta hoy con orgullo. Claro, cuando quizás no muy atinadamente matriculé en la entonces Escuela de Letras y de Arte, descubrí, con la ingenuidad de los finales de la adolescencia, que tenía algunos profesores que solo leían, cuando leían, algunas fichas amarillentas de su asignatura.

 

En qué medida su interés por la lectura influyó en su desarrollo intelectual futuro como investigador, ensayista, crítico de arte…

 

–No se puede investigar nada, ni siquiera en las llamadas ciencias puras y duras, sin leer. El ensayo, como acción de pesar los defectos y virtudes de la escritura (de hecho, es vocablo español que deriva de la palabra latina vulgar agium, que designaba en los mercados populares de Roma una especie de pesa portátil. La palabra llegó a convertirse por adición de prefijos, en inexagium y de ahí se convirtió en español en ensayo, de modo que su significado primigenio es algo así como entrar y salir de un modo de sopesar algún sector de la realidad). De la lectura, también palabra latina, cuyo origen se remonta al verbo legere, escoger, depende mucho de lo que pueda hacerse en investigación, en ensayo y en crítica. La investigación implica leer y analizar tanto un tema, que se pueda llegar a conclusiones muy sólidas sobre el tema escogido para su estudio. La crítica es más subjetiva, personal y variopinta: no se pretende un juicio absoluto, sino trasmitir una opinión personal lo más coherente y lúcida posible. Es interesante, y desolador a veces, que en Cuba se confunda ensayo con crítica, o, en todo caso, que se los distinga por algo tan poco intelectual como la extensión del texto logrado. No es el único punto donde la labor profesional de filólogos, periodistas, historiadores y sociólogos resulta tergiversada desde, incluso, ciertos medios aparentemente académicos.

 

Se habla hoy de promover el hábito de la lectura. Para usted, ¿leer es un hábito o, por el contrario, una necesidad del ser humano?

 

–Tú, amigo mío, sabes más que yo esa respuesta. Los hábitos son comportamientos repetidos: algoritmos que, necesarios o no, aparecen en los procesos de enseñanza-aprendizaje, en los estudios de carácter tecnológico, en las investigaciones aplicadas, qué se yo. Se nos forman, desde la infancia, hábitos de alimentación, de organización, de distribución del día. Los hábitos, generalmente pragmáticos, son distintos, aunque se interrelacionen, con las necesidades. Una necesidad tiene que ver y se identifica con una sensación de carencia; piensa en mi anécdota infantil antes narrada, sobre el vacío que sentí al descubrir que debajo de tiras de esparadrapo manuscritas, había textos impresos en un idioma que yo no entendía; pero descubrir una carencia no basta para formar una necesidad: esta requiere, además que a la sensación de vacío se incorpore la voluntad decidida de llenarla. Eso es necesidad.  Se puede leer con los ojos, los dedos, y un poco muy poco de cerebro: eso no es lectura cabal, no responde a una necesidad voluntaria, sino, cuando más, a una imposición. El hábito, el mero hábito  de leer, es mecánico, incluso implica leer todos y cada uno de los vocablos y signos de un texto. Ese no es un buen lector, por mucho que lo crean algunos maestros ingenuos. No lee bien quien se detiene en cada una de las palabras de un texto. Es un buen lector quien solo lee aquello que tiene que ver con sus objetivos de lectura, con las carencias que sabe debe llenar. Por eso podemos leer un mismo libro más de una vez: en cada ocasión tenemos propósitos distintos y, por ende, leemos textos que difieren en muchos aspectos.

 

 

Se comenta de que hoy, ni en Cuba ni en el mundo, se lee. ¿Qué opinión le merece este criterio?

 

–Depende del punto de vista con que se entienda la lectura. Si hablamos de leer como actividad en sí misma, sin tener en cuenta lo que se lee, no se puede responder otra cosa sino que la lectura a secas, como actividad, ha aumentado muchísimo. Piensa que toda la actividad informática, desde la más científica y compleja hasta la más vana y superficial es una actividad lectora, de modo que en el mundo contemporáneo es muy difícil la participación activa sin leer.

 

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Generalmente, las personas que sustentan que en la actualidad, en Cuba y en el mundo, no se lee, se refieren no al acto de lectura en sí mismo, sino a los objetos de lectura. En Cuba ha disminuido mucho la lectura de literatura contemporánea, tanto nacional como extranjera: es una afirmación que puede sustentarse simplemente en la escasez de títulos que se ven en las librerías. Este penoso fenómeno tiene muchas causas, y este no es el sitio para discutirlas, pero es un hecho mondo y lirondo. Los jóvenes menores de treinta años en Cuba cada vez conocen menos de la historia del país y de América Latina. La producción editorial tiene que ver con eso, sobre todo si se recuerdan los espléndidos años sesenta y setenta. El nobilísimo proyecto de publicar una edición crítica de las obras completas de José Martí cada día parece más distante de su finalización, a pesar de los buenos resultados parciales obtenidos. Los libros de texto educacionales no son renovados, lo cual contrasta fuertemente con la dialéctica sustentada filosóficamente por el marxismo e incluso otras filosofías no materialistas. La ciencia avanza, pero nuestros libros de texto están urgidos de ponerse al día.

Así que la respuesta a tu pregunta es, pero no es paradójica, sino objetiva que leemos más —sobre todo mensajes vanos y muy a menudo manipuladores y mentirosos—, pero leemos menos, en particular ciencias, filosofía, literatura, sociología y otros elementos vitales para toda cultura viva, sana y activa. Un ejemplo final puedo ponerte: este año la Jornada de la Cultura Nacional, momento fundamental del trabajo cultural en sentido amplio en el país, conmemora un aniversario cerrado de Marcelo Pogolotti, sin la menor duda uno de los artistas y escritores más completos, profundos, nobles y enterados de toda la historia de nuestro país. Su obra completa, tan sabia y enjundiosa, no ha visto hasta hoy una segunda edición completa. Estoy seguro de que una gran parte de la juventud cubana, y no solo, ignora por completo quién es, la significación profunda de sus novelas, ensayos, libros relacionados con la estética, con la identidad cubana y latinoamericana, para no hablar de su pintura. Pogolotti fue, en su escritura, uno de los pocos grandes teóricos latinoamericanos que han reflexionado sobre el Barroco. Si miramos esto, aun con serenidad, no solo hay que calificarlo como una pérdida muy grande para la cultura de la Cuba contemporánea, sino como una irresponsabilidad imperdonable a la hora de pensar los planes editoriales del país. Y si encima, ahora con razón, lo incluimos en la Jornada de la Cultura Cuba, como se merece con absoluto derecho, tanto él, como los lectores del país, entonces se produce el hecho de que se nos pide recordar a uno de los más grandes y orgánicos intelectuales cubanos de todos los tiempos, sino que además no tenemos manera de leerlo.

 

¿Considera que el Sistema de Ediciones Territoriales, mediante el cual cada provincia del país cuenta con una o más casa editorial,  contribuye a fomentar e incentivar la lectura?

 

–Esta pregunta es tan compleja, que no la puedo responder. Ignoro si las dependencias de Cultura se han ocupado del asunto. Como en toda editorial, este sistema ha publicado títulos de gran interés y muchísimos de carácter desechable y, sobre todo, estérilmente localista. Creo que es hora de replantearse esa idea tan inteligente en su día, y crear dispositivos que permitan que sea más útil, vivaz y verdaderamente aportadora. Otro problema es el asunto de que se trata, como no puede ser menos, de un sistema de tiradas limitadas y esto, que es correcto en sí y coherente con los principios que lo sustentaron, enfrenta problemas crecientes, como la insuficiente formación profesional y cultural de los editores, la carencia de diseñadores —tanto de la tripa como de la cubierta y contracubierta—, como de unas leyes realmente eficientes y defendidas con honradez y coraje, que impidan los plagios, acción condenada por nuestras leyes, sí, pero de cumplimiento muy laxo en ocasiones.

 

¿Cómo lograr interesar en la lectura a los lectores potenciales –fundamentalmente a niños y jóvenes– a través de las nuevas tecnologías?

 

–Se han dado algunos pasos, pero como sabes, no soy un especialista en esa esfera, ni siquiera puedo considerarme una persona vinculada de manera palpable al Ministerio de Cultura. Simplemente intuyo que se puede, seguramente, pero ello exige especialistas, voluntad de todo tipo y recursos. Últimamente el Instituto Cubano del Libro ha emprendido una importante campaña para formar estilos editoriales digitales. Ya es algo importante, mucho, pero que requiere constancia y un énfasis especial en que colaboren especialistas de otras esferas, sobre todo sicólogos, ludistas, artistas de la plástica y el diseño y, por supuesto, escritores de verdadera valía.

 

 

¿Qué es para usted la lectura?

 

–Repito unas palabras trascendentales de Umberto Eco, el gran semiólogo y novelista italiano, autor de El nombre de la rosa o Kant y el ornitorrinco. Es frase que no repito aquí textualmente, sino como la siento en mí: “es un momento de felicidad, en un rincón, con un libro”.

 

 

¿Y qué es para usted un libro?

 

–Un ser viviente, que cambia de forma y destino con la historia, como toda entidad cultural, porque la cultura es la expresión más clara de la dialéctica de lo humano. Un libro es una piedra, un papiro, un pergamino, un conjunto de papeles, una tablet, una pantalla, un ebook. Pero esa es su forma: un libro es un amigo y un censor.

 

 

Una última pregunta: ¿piensa que el libro en soporte de papel, ante el avance de las nuevas tecnologías, va a morir?

 

–Pues sí, porque todos los soportes históricos del libro fueron pereciendo, simplemente negarlo es negar la historia. Se dijeron horrores contra el invento de Guttenberg, porque eliminaba la maravilla de las iluminaciones miniadas. Pero ello fue el primer paso hacia la democratización de la lectura, tan lenta, tan inacabada aún. No solo lo pienso: quiero que el libro de papel muera para progresar, para abrirnos la mente hacia una cultura realmente popular y no estatizada.

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