En el 2013 se representó en la capital cubana El holandés errante. Apenas un trienio después nos llega ahora Tannhäuser. No hubo que esperar 65 años para tener ante el oído y la vista una obra de Richard Wagner, si se tiene en cuenta que como únicos precedentes insulares contábamos con el Lohengrin que subió a las tablas del teatro Tacón en 1891 y un Tristán e Isolda acogido en 1948 por el Auditorium.
Como en El holandés…, la insistencia provino de parte del director escénico alemán Andreas Baesler, quien ya había trabajado entre nosotros con el montaje de Cimarrón (2011), la ópera de cámara de Hans Werner Henze, basada en la emblemática novela testimonio de Miguel Barnet.
Baesler articuló las voluntades del Teatro Lírico Nacional, el Consejo Nacional de las Artes Escénicas y el Instituto Goethe, consiguió apoyos de las sedes diplomáticas de Alemania y Austria en Cuba y las Asociaciones Richard Wagner de Munich y Milán, e involucró al Lyceum Mozartiano de La Habana, la compañía Danza Retazos y al Estudio Kcho, para sacar adelante la producción estrenada en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso. Una primera observación: tantos esfuerzos para dos funciones solamente.
Tannhäuser plantea varias dificultades para la comprensión del público que no solo desea disfrutar la música –innegable logro del compositor– sino meterse de lleno en las acciones y planteamientos dramáticos. Aunque revisada en 1860 en una versión referencial para las puestas en escena desde entonces hasta hoy, las ideas fundamentales quedaron delineadas en 1845, fecha de su estreno inicial. Es decir, tres años antes de que estallara una oleada revolucionaria en Europa a la que el compositor no fue ajeno.
El conflicto central de Tannhäuser responde a las tensiones vividas por el propio autor en una década en la que se vinculó al movimiento Joven Alemania. Si bien en el artículo Revolución y contrarrevolución publicado en 1852 Federico Engels calificó a “estos elementos de oposición política” como intelectuales en los que “se entremezclaron recuerdos mal asimilados de filosofía alemana y fragmentos mal entendidos de socialismo francés, particularmente de sansimonismo”, no hay que restar un ápice de audacia a una ópera que históricamente puso en primer plano lo que entonces aquellos poetas llamaron “la emancipación de la carne”.
Quedan planteadas en Tannhäuser las contradicciones entre el deseo y la abstinencia, la carne y el espíritu, el placer y el pecado, pero también entre el orden y el caos, lo intuitivo y lo racional, el atrevimiento y el arrepentimiento. Todo esto dicho mediante un lenguaje que dinamitó las convenciones del drama lírico, pero que en pleno auge del romanticismo apeló a la alegoría desmedida y a la exacerbación sentimental en términos que se alejan de la sensibilidad contemporánea.
La puesta en escena de Baesler trató de resolver estas paradojas mediante el aligeramiento de la partitura, la apuesta por una visualidad sugestiva que se apoya en la excelente iluminación del suizo Stefan Bolliger y las monumentales instalaciones escultóricas de Kcho, el doblaje coreográfico de los protagonistas y de algunos pasajes de la trama concebidos por Isabel Bustos y en sus partes solistas ejecutados por Lázaro Batista, Aneli Perdomo y Ana Castellanos; y sobre todo la ambivalencia de la escena final, en la cual la disyuntiva entre la redención y la reincidencia elude el dictado moral para resaltar el desgarramiento implícito en la propia creación artística.
Otras atendibles novedades emergieron en escena: vestimentas y gamas cromáticas de sutil simbolismo para caracterizar ambientes y personajes; encargar la obertura a un conjunto de cámara del Lyceum Mozartiano que permanece en escena; y sustituir el pastorcillo del segundo acto por una joven mucama que hasta se da el lujo extemporáneo de leer un periódico de nuestros días y escuchar música en un radio Vef.
Una segunda observación: Baesler fue solo radical a medias. Insuficientes ciertos guiños paródicos, incongruentes ciertas cadenas de acciones lógicas, por momentos las intenciones se fueron por encima de las realidades.
En Tannhäuser resulta fundamental una dirección musical que dé la medida de la integralidad de una partitura fluida, y en ello fue decisivo el trabajo del austriaco Walter Gugerbauer desde el podio, con oficio y conocimiento de causa.
Dos sopranos alternaron la Elisabeth: Johana Simón y Milagros de los Ángeles. No es sorprendente que los testimonios de los asistentes a la primera función dieran la máxima aprobación a la Simón, pues en ella han madurado las cualidades más destacables de las intérpretes wagnerianas. Milagros creció a medida que avanzó la representación, aunque pudo ser mucho más exigida en gestualidad y soltura escénica. El mexicano Jorge Martínez transita con propiedad por el canto y el carácter de Wolfram. La Venus de Alioska Jiménez proyectó fuerza y una aceptable línea de canto, pese a que careció de la morbidez que se espera de este personaje. Los restantes personajes secundarios respondieron discretamente con las expectativas.
¿Y el trovador Tannhäuser? En el holguinero Yuri Hernández recayó tan alta responsabilidad. Es uno de los tenores de mayor talento en nuestro medio. De instrumento vocal potente, sabe matizar. Una perla: su “Hor an, inbrunst in Herzen”, del tercer acto.