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Otra vez Wagner en La Habana

30 de marzo de 2016

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 Opera Tannhäuser, del compositor alemán Richard Wagner, en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso. Foto: Yander Zamora

Opera Tannhäuser, del compositor alemán Richard Wagner, en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso. Foto: Yander Zamora

 

En el 2013 se representó en la ca­pital cubana El holandés errante. Apenas un trienio después nos llega ahora Tannhäuser. No hubo que es­perar 65 años para tener ante el oído y la vista una obra de Richard Wag­ner, si se tiene en cuenta que como únicos precedentes insulares contábamos con el Lohengrin que subió a las ta­blas del teatro Tacón en 1891 y un Tristán e Isolda acogido en 1948 por el Auditorium.

Como en El holandés…, la insistencia provino de parte del director es­cénico alemán Andreas Baesler, quien ya había trabajado entre nosotros con el montaje de Cimarrón (2011), la ópera de cámara de Hans Werner Hen­ze, basada en la emblemática no­vela testimonio de Miguel Barnet.

Baesler articuló las voluntades del Teatro Lírico Nacional, el Consejo Na­cional de las Artes Escénicas y el Ins­tituto Goethe, consiguió apoyos de las sedes diplomáticas de Alemania y Austria en Cuba y las Asociaciones Ri­chard Wagner de Munich y Milán, e in­volucró al Lyceum Mozartiano de La Habana, la compañía Danza Reta­zos y al Estudio Kcho, para sacar adelante la producción estrenada en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alon­so. Una primera observación: tantos es­fuerzos para dos funciones solamen­te.

Tannhäuser plantea varias dificultades para la comprensión del pú­blico que no solo desea disfrutar la música –innegable logro del compositor– sino meterse de lleno en las acciones y planteamientos dramáticos. Aun­que revisada en 1860 en una versión referencial para las puestas en escena desde entonces hasta hoy, las ideas fundamentales quedaron delineadas en 1845, fecha de su es­treno inicial. Es decir, tres años an­tes de que estallara una oleada revolucionaria en Europa a la que el compositor no fue ajeno.

El conflicto central de Tannhäuser responde a las tensiones vividas por el propio autor en una década en la que se vinculó al movimiento Joven Ale­mania. Si bien en el artículo  Revo­lu­ción y contrarrevolución publicado en 1852 Federico Engels calificó a “es­tos elementos de oposición política” como intelectuales en los que “se en­tremezclaron recuerdos mal asimilados de filosofía alemana y fragmentos mal entendidos de socialismo francés, particularmente de sansimonismo”, no hay que restar un ápice de au­dacia a una ópera que históricamente puso en primer plano lo que entonces aquellos poetas llamaron “la emancipación de la carne”.

Quedan planteadas en Tan­nhäu­ser las contradicciones entre el deseo y la abstinencia, la carne y el espíritu, el placer y el pecado, pero también en­­tre el orden y el caos, lo intuitivo y lo ra­cional, el atrevimiento y el arrepentimiento. Todo esto dicho mediante un len­­guaje que dinamitó las convenciones del drama lírico, pero que en ple­no auge del romanticismo apeló a la alegoría desmedida y a la exacerbación sentimental en términos que se alejan de la sensibilidad contemporánea.
La puesta en escena de Baesler tra­tó de resolver estas paradojas me­dian­te el aligeramiento de la partitura, la apuesta por una visualidad sugestiva que se apoya en la excelente iluminación del suizo Stefan Bolliger y las monumentales instalaciones escultóricas de Kcho, el doblaje coreográfico de los protagonistas y de algunos pa­sajes de la trama concebidos por Isa­bel Bustos y en sus partes solistas ejecutados por Lázaro Batista, Aneli Per­domo y Ana Castellanos; y sobre todo la ambivalencia de la escena fi­nal, en la cual la disyuntiva entre la re­den­ción y la reincidencia elude el dic­tado moral para resaltar el desgarramiento implícito en la propia creación artís­tica.

Otras atendibles novedades emergieron en escena: vestimentas y ga­mas cromáticas de sutil simbolismo pa­ra caracterizar ambientes y personajes; encargar la obertura a un conjunto de cámara del Lyceum Mozar­tiano que permanece en escena; y sustituir el pastorcillo del segundo ac­to por una joven mucama que hasta se da el lujo extemporáneo de leer un periódico de nuestros días y escuchar música en un radio Vef.

Una segunda observación: Baes­ler fue solo radical a medias. Insu­fi­cientes ciertos guiños paródicos, incon­gruen­tes ciertas cadenas de acciones lógicas, por momentos las intenciones se fueron por encima de las realidades.
En Tannhäuser resulta fundamental una dirección musical que dé la medida de la integralidad de una partitura fluida, y en ello fue decisivo el trabajo del austriaco Walter Guger­bauer desde el podio, con oficio y co­nocimiento de causa.

Dos sopranos alternaron la Eli­sabeth: Johana Simón y Milagros de los Ángeles. No es sorprendente que los testimonios de los asistentes a la primera función dieran la máxima aprobación a la Simón, pues en ella han madurado las cualidades más destacables de las intérpretes wagnerianas. Milagros creció a medida que avanzó la representación, aunque pu­do ser mucho más exigida en gestualidad y soltura escénica. El mexicano Jorge Martínez transita con propiedad por el canto y el carácter de Wol­fram. La Venus de Alioska Jiménez pro­yectó fuerza y una aceptable línea de canto, pese a que careció de la morbidez que se espera de este personaje. Los restantes personajes secundarios respondieron discretamente con las expectativas.

¿Y el trovador Tannhäuser? En el holguinero Yuri Hernández recayó tan alta responsabilidad. Es uno de los te­nores de mayor talento en nuestro me­dio. De instrumento vocal potente, sabe matizar. Una perla:  su “Hor an, inbrunst in Herzen”, del tercer acto.

 

(Tomado de Granma)

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