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Miguel Mejides: Un mentiroso de la verdad

27 de septiembre de 2014

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La fantasía que recorre la obra de este “guajiro pretencioso” no proviene de ningún imaginario popular. Quienes conocemos a Mejides sabemos cuán delgado es el hilo que separa a la ficción de la realidad, en sus cuentos, en sus novelas encontramos un mundo pleno de personajes increíbles que parecen maquiavélicamente inventados para manipular nuestra credibilidad, sin embargo, algo nos los hace cercanos.

Entre risas, su mirada traviesa y su lengua aguda, lo interrogo sobre su vida, y de pronto no sé si ya estoy dentro de uno de sus libros.

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Primeramente te voy a decir que casi nadie se ha fijado en que tengo un ojo estrábico, y entonces en la escuela con espejuelos y demás, siempre era el hazmerreír de la gente. Hasta los 12 años era un muchacho cerrado, tenía como costumbre, en los actos públicos, sentarme detrás, en la última fila. Tanto es así que en una época la gente empezó a mirarme como un ser un poquito anormal. Mi mamá me llevó al médico, este me hizo análisis y ella se gastó la plata —en aquella época era privada la Medicina—, y le dijeron: señora lo que pasa es que su hijo es feo, simplemente eso.

Pero era una etapa —vamos a hablar en serio— fundamental. Decía José de la Luz y Caballero: “Si quieres conocer a un hombre dime cómo fue su formación desde el primero, hasta los 5 ó 6 años”. Eso es fantástico. Yo me crié en un medio de personas humildes, y en una conversación con Graziella Pogolotti —esto lo dije en El autor y su obra—, yo siempre, tenía desventaja intelectual, porque Graziella, Elmo Hernández y demás, hablaban de las personas que visitaban —siendo niños— sus casas, grandes figuras de la plástica, de la literatura. Ellos se formaron escuchando la cultura viva, de boca de quienes la hacían. Pero mi padre tenía segundo grado, era portuario, mi madre tenía segundo grado, era una buena ama de casa, o sea, que cuando hablo de cultura tengo un recuerdo: un olvidado cuento ruso que se llamaba El primer maestro, de Aimatov. Ese primer maestro fue un hombre delgado, enjuto, y lo recuerdo como con un báculo papal, que abrió la primera librería del pueblo en los años 60, porque en mi pueblo no había libros. Eso es algo que la gente ha olvidado, en la década de los ´60 en estos pueblos del interior no había libros. En Nuevitas, un pueblo pequeño, —12 000 almas solamente vivían allí— que estaba rodeado de prostíbulos hasta la década del ´50 y de barcos norteamericanos, casi nadie leía libros. Pero al llegar la librería allí, para mí fue un descubrimiento, comencé a leer lo que comienza a leer todo joven. Empecé a leer lo que encontraba, sobre todo a los clásicos, a Jack London y hasta recuerdo haber leído un libro de Carlos Marx del que no entendí ni hostias, un libro de aquellas primeras ediciones soviéticas que cuando leí me dije: ¡qué bruto soy Dios mío! No entendía nada.

Sobre esa época me empecé a formar. Era muy mal alumno, sinceramente a mí no me interesaba la escuela, me parecía aburridísimo pasar horas escuchando hablar que si las plantas, que si la selva, a mí no me interesaba eso, yo no tengo pensamiento científico alguno. Sí me interesaba un poco la literatura, el Español, pero tenía casi 10 000 faltas de ortografía por palabra, creo que hasta con mi nombre tenía faltas de ortografía. Y luego llegó la biblioteca al pueblo… —y un poco recordando a Borges—… yo sigo defendiendo las bibliotecas ante todo este mundo moderno de la computación, ante toda la mecánica moderna, porque nada sustituye una biblioteca. La biblioteca es para mí aquel pensamiento clásico de la biblioteca de Alejandría —y en esa biblioteca de Nuevitas empecé a leer todo lo que encontraba. Por eso me parece importante tu pregunta porque en la primera etapa se lee todo lo que uno encuentra, y un escritor debe vivir leyendo o releyendo, y cuando pasan los años uno comienza a releer. Y te podrás imaginar, llega una biblioteca, llega una casa abierta para la cultura, como resultado de una revolución social que creó todo este clima, aunque yo no pensaba ser escritor. Hice algunos poemitas como hace todo el mundo, descubrí pronto que no podía hacer poesía porque las muchachas a quienes les mandaba los poemas me despreciaban totalmente, por lo tanto, en la poesía no iba a tener camino jamás.

Lo otro fue la familia. Mi padre era un ser muy enamorado, era un personaje bueno, era un pedazo de buen trigo blanco, pero era muy enamorado y desaparecía tres o cuatro días de la casa, y entonces recuerdo siempre que regresaba con camisas rosadas. Yo nunca he podido descifrar el secreto de las camisas rosadas. Siempre regresaba con un buen juguete para mí y una camisa rosada. Mi madre era un ser nervioso y está en toda mi literatura, luego vamos a hablar de genética literaria, mi madre tenía tratamiento psiquiátrico, yo me crié en una familia nerviosa… pero aún así, mis padres eran fantásticos.

¿De dónde sacas a tus personajes?

Ya te dije que me crié en un pueblecito pequeño, un pueblo que todavía en el año 58, cuando moría alguien, las mujeres se vestían de negro, viraban el televisor y los retratos contra la pared… y era como una muerte de todo, dos años de luto, y eso tú no te imaginas lo importante que es para un escritor, te explico: tú naces en La Habana, una ciudad de dos millones de habitantes donde las historias se pierden, los vecinos no tienen mucha convivencia… pero en ese pueblo pequeño tú veías los personajes, yo recuerdo personajes fantásticos que después pasaron a mi literatura, ya después conocí en este ambiente que te decía, a un pariente también loco —que me recuerda a Funes, el memorioso, de Borges—, por parte de mi madre que era un hombre de pelo hirsuto, canoso, delgado, de nariz larga, trigueño y con ojos tremendamente negros que se sabía el diccionario de memoria y se ponía en la esquina a discutir con el profesor de Gramática de la Secundaria y los choferes de alquiler, y decía: tal palabra es tal… tenía una memoria fabulosa. Fue el primer filólogo que conocí en mi vida, no era universitario, pero tenía una gran memoria, y los zapatos rotos, era muy humilde y lo único que sabía era memorizar y me enseñó el amor a la palabra precisa.

Esa es mi materia prima: unas tías que me criaron, fabulosas también, y un mito, una leyenda… decían en mi familia que descendemos de un conde apellidado Peláez, que había dejado una gran herencia que estaba depositada en un banco en Londres. Y desde niño oía las historias, porque es muy importante para un escritor esos mitos e historias que se cuentan de los antepasados. Era un conde que vino a Cuba en el siglo xviii con dinero, e hizo más dinero en el Camagüey, y sobre el conde recuerdo que mi familia cada cierto tiempo se reunía y llegaba un tío con unos dedos largos, de apellido Peláez. Este tío de la parte paterna recogía dinero para venir a La Habana a las gestiones de la herencia, todo el mundo le daba dinero, y el tío venía a La Habana a ver abogados con toda la papelería ancestral de aquella herencia. Claro, ahora, después de transcurrido el tiempo yo he llegado a la conclusión de que mi tío venía de putas a La Habana, se lo bebía todo en ron y después iba y decía: ya casi lo tengo todo resuelto, hemos triunfado, al fin vamos a ganar la herencia.

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Mejides durante el Autor y su Obra, en el Instituto Cubano del Libro

Y yo crecí con esos mitos, y una vez en una semana de la cultura en Camagüey me encuentro al difunto Orfilio Peláez —a cuya memoria le rindo culto— y me habló de la herencia, que estaba en gestiones de la herencia…, por tanto, seguía el gran mito de la herencia y he investigado y sí, la herencia existe… no es mentira…

Otro mito era mi abuelo, al que no conocí, murió el día en que yo nací. Había sido escolta de Máximo Gómez, era de la caballería del Camagüey, de los grupos de confianza de Máximo Gómez. Mi abuelo hizo toda la guerra, aparece en el Diario de Campaña del general y para mí era un mito mi abuelo: el gran sable, el sombrero guardado, las historias de mi abuela. Todo eso se junta con las historias de mi madre, sobre todos sus hermanos que eran navegantes y en la Segunda Guerra Mundial habían navegado los Liberty que llevaban ayuda a Inglaterra y después a toda Europa por el Plan Marshall, y entonces ella me contaba las historias de Hamburgo, de los puertos holandeses, sus aventuras amorosas… y desde entonces, me entraron los deseos de viajar.

Todos esos son los mitos de la familia, con una madre fabuladora que hablaba de fantasmas, de animales extraños que se le aparecían y volaban en la noche, yo me crío en ese ambiente raro, que a la vez se juntaba al ambiente de un pueblo pequeño como decía antes. Era la España de Lorca pero en el año cincuenta y pico, aquí en el Caribe.

¿Y cómo se insertaba tu vida en medio de aquel ambiente novelesco?

Ese era mi ambiente y cuando terminé la Secundaria gané una beca para venir a La Habana. Mi madre me llenó la maleta de ropas… a la semana de llegar vendí toda la ropa, alquilé una habitación en el Habana Libre, y aquel tipo estrábico empezó a buscar una mujer porque nunca había tenido mujeres y me sentaba en la piscina, lleno de acné, adolescente, delgadito y no me empaté ni con las palomas de vuelo popular de Nicolás, que volaban ya sobre La Habana.

Ya en el Pre, con 16 años, tuve una novia norteamericana que me enseñó de la A a la Z y empecé a vivir la vida, pero me botaron de la escuela y después de pasar hambre tuve que volver a mi casa y decir que me habían botado. Mi padre se encolerizó y me mandó a trabajar a una central eléctrica, a la termoeléctrica de Nuevitas, y allí estuve dos años, y fui un muchacho serio, y entonces apareció allí, en aquel pueblito, un taller literario.

¿En ese momento comienzas a pensar seriamente en la literatura?

Primero me convertí en asesor del taller literario, pero volví a cometer algunos errores: me enamoré de una sargenta, que estaba con un individuo del Comité Militar y me llevaron para el Servicio Militar Obligatorio: así de simple me habían eliminado. De ahí fui a parar al ejército, que fue una etapa grandiosa para mí, aprendí muchas cosas necesarias pero finalmente terminé de profesor sin estudiar nada, autodidacta, leía todo, ya en esa edad me había leído El Quijote, La montaña mágica, pero seguía con las mismas faltas de ortografía, la misma redacción, no tenía idea de qué iba a hacer con mi vida. Traté de escribir algo pero me pasaba como decía Vallejo en aquel verso… “quiero escribir pero me sale espuma”.

Al taller literario llegó Cirules, que tenía un libro como El Americano, y fue muy importante tener a alguien que me dirigiera. Y vamos a la pregunta de nuevo, había leído todo azarosamente y es entonces cuando comienzo a organizar las lecturas, de la literatura francesa, la norteamericana, la latinoamericana. En medio de aquella situación, en un encuentro de talleres literarios donde estaba Senel Paz, empezamos a tratar de escribir, y empezaron a salir los primeros cuentos. Cuentos cortos, balbuceantes pero con un sentido.

Como me decías, vivir en un pueblo pequeño es importantísimo para un escritor, pero ¿no crees que también resulta un riesgo incurrir en regionalismos?

 

Empecé a contar del pueblo, pero de primer instante como soy un guajiro pretencioso, me di cuenta de que no podía ser costumbrista, que no podía caer en localismos. Tenía que contar historias universales sobre aquellas criaturas que vivían en ese pueblo. Historias universales de ese cementerio marino que había en la entrada del pueblo que siempre me cautivó. Recuerdo aquellas tumbas llenas de nombres de personajes, algunos conocidos, otros del siglo XVIII o del XIX, como la tumba de un capitán de buque inglés que estaba en la entrada del cementerio, que para mí es una novela sin escribir, la vida de ese hombre. Pero contarla universalmente, por eso en mis cuentos se desdibuja Nuevitas. Cuando se nombra, se dice N, como imitando a Kafka con el señor K, y son universales, así surgen cuentos como Los perros y la muerte, como Mi prima Amanda, que por cierto, era una prima real, olvidada por la familia y rechazada, a quien quise rescatar desde la literatura.

Yo me di cuenta de que no se podía contar esa literatura regional, como sucedió en los 20 y los 30 en Cuba, que había que tener un poco más de pretensiones.

Comienzo a escribir con 20 años, durante el Quinquenio gris y me di cuenta inmediatamente de que aquello era un desastre. Esa tontería del héroe mítico, revolucionario a ultranza que no era más que una copia de los peores preceptos del Realismo Socialista, me hizo reafirmar que yo tenía que escribir del hombre, de la criatura humana, de sus pasiones ecuménicas y siempre en mi literatura, en lo poquito que he podido lograr ha sido por hablar del ser humano, de lo voluble, lo heroico, lo también cínico, lo terrible y lo grandioso que puede ser el ser humano en todos los sentidos, esa es la literatura que me interesa a mí.

Ya había un antecedente —que Sasha ha estudiado muy bien—, en los cuentos del hijo de Soler, que pienso que sería uno de los mejores escritores de mi generación. Comienzo a conocer los cuentos de Senel, conozco a Sasha, a Arturo Arango, a Reynaldo Montero, a todo un grupo de amigos que comienzan a escribir y todos teníamos la misma idea, no nos interesaba el Quinquenio gris, y empezamos a irrumpir como nuevas voces. Increíblemente mi generación, y esto sería un punto para estudiar por los teóricos, como decía Alejo, se cose con la generación que empieza a publicar en los 80 y no con la que publica en los 70, que tenía gente que se había enganchado en un tren oportunista a hacer ese tipo de literatura apologética. Nosotros éramos más hermanos de esa generación de los 80 que de esa generación intermedia de los 70, y no habíamos descubierto nada.

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¿Entonces crees en la teoría de las generaciones?

Le temo mucho a lo generacional, más bien lo odio, porque la literatura es una sola. Yo soy pariente, humilde, pequeñito, de Italo Calvino, de Maupassant y de Alejo Carpentier, hay solamente una generación que es como una antorcha olímpica que se va pasando un fuego griego de mano en mano, que va contando las mismas historias con los mismos preceptos, pero con las nuevas problemáticas de otra época, porque en la literatura todo se ha hecho. Hacen ya miles de años de la biblioteca de Alejandría. Todas esas pasiones están ahí escritas, lo que las circunstancias, la personalidad, la psicología y la imaginación del que escribe empieza a imbuir a esa literatura de nuevos conceptos, de nuevos sentimientos, esa es la literatura.
Un contexto histórico puede ser determinante… lo puede cambiar todo…

Un contexto histórico lo cambia todo, pero a la vez, el escritor, en un contexto histórico —y te hablo de una revolución—, también corre el peligro de convertirse en un escritor oficial y ningún escritor debe escribir para un secretario del Partido ni ningún secretario del Komsomol, el escritor escribe contra sí mismo. Siempre el escritor está en función de criticar la sociedad, el escritor es una esencia crítica dentro del conjunto de la sociedad. El escritor no es alguien que aplaude con facilidad, imposible, porque la vida, y no solo las circunstancias sociales, la psicología, las individualidades, todo eso, trae como consecuencia un discurso y el escritor no escribe para nadie en especial, uno escribe como puede no como quiere y yo sé mis limitaciones. Lo que quiero es contar historias. Cuando yo era niño en los cumpleaños contaba historias y una vecina me decía bajito: “¡qué mentiroso eres!”, y eso soy: un mentiroso de la verdad.

También mi literatura es un poco triste, un poco nostálgica y por fuera soy como una especie de carnaval rumbero-santiaguero. La esencia de lo que se escribe está en escribir no para epatar, sino para sensibilizar, para mover conciencias.
Volviendo atrás, en el medio de aquella edad cuando comienzo a escribir, hice un cuaderno narrativo que titulé Tiempo de hombres, del cual solo salvé un cuento: El potro y el niño, y lo envié al Premio David y ganó, me sentí reconocido y creí que era genial, un error fatal… Ya tenía que dejar Nuevitas para venir a La Habana. Quería viajar, no para exaltar mi vanidad sino viajar con el espíritu: se viaja con el alma, no con el cuerpo. Para los escritores, para los pintores es importante viajar.

Después de aquel premio escribí una novela muy mala, y un libro de cuentos que considero decoroso: El jardín de las flores silvestres, a los 33 años y con él gané el Premio UNEAC, y me siguen halagando… y me lo vuelvo a creer… eso me costó diez años de silencio, en los que pasé por todo.

Llegué a La Habana, y fui a ver a otro hermano al que le rindo memoria, a Sergio Corrieri, y me dio trabajo en la televisión como director de la programación dramática de la Televisión Cubana, pero la televisión me venció, todavía ese grupo que quisimos hacer una televisión diferente, estamos pagando esa derrota. De ahí pasé a la UNEAC, estuve en la dirección de la Sección de Literatura, estaba sacrificando mi carrera artística, estaba dormido.

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¿Y cuándo decides volver a escribir?

Sasha le dice al período que viene después el segundo aire. Increíblemente en medio de las circunstancias económicas del período especial, empecé a escribir de nuevo. Escribí un cuento como Rumba Palace, que ganó el Premio Juan Rulfo y ahí sí mi obra rompió con todo para abrirse a lo fantástico, a la búsqueda de otros mundos más universales. Luego escribí un grupo de relatos con el propio título: Rumba Palace, donde seguí en mi apertura. Escribo lo mismo de La Habana, de Camagüey, de Viena, de Roma o de París.

Escribí una novela que se llama Perversiones en el Prado, otra que se llama Las ceremonias del amor, otra titulada Amor con cabeza extraña y ahora estoy terminando dos novelas, una que se llama La muerte del censor y la otra El taxista del Boulevard Habana.
¿Pero escribes dos novelas a la vez?

Te cuento que siempre escribo dos novelas a la vez, y eso lo aprendí del maestro Alejo Carpentier: una más pequeña, menos problemática, y una más compleja. ¿Por qué hago eso?, porque si una me aburre —y si me aburro yo, se aburre el lector—, paso para la otra y así escribo a dos manos. Me gusta eso. Tanto es así que Las ceremonias del amor y Amor con cabeza extraña son una sola novela, y esto lo voy a decir públicamente por primera vez. Esto fue un intento de búsqueda técnica que hice, y no resultó. Traté de unir varias historias en una novela larga, pero mis amigos, el mismo Reynaldo González, que es uno de los mejores críticos y escritores cubanos, no la entendió, no lo logré; sin embargo, separadas, funcionan.

Ahora estoy escribiendo una novela que trata de la censura en la televisión (para algo me sirvieron lo años en la televisión) de corte policíaco, asesinan a un censor en el último piso de la televisión; y la otra del taxista es sobre un asesino en serie que existió aquí en La Habana, no he hecho ninguna investigación, es mi asesino en serie basado en un personaje que conocí y era un asesino en serie, después fue que me enteré.

Como dijo Flaubert: Madame Bovary soy yo, este asesino en serie soy yo y todo lo que te he contado de los tíos, las herencias, del Principado de Asturias todo eso está en la biografía del taxista, que anda manejando por la ciudad con una piel de tigre en su asiento de taxista, y aplicando la eutanasia por cuenta propia… Te vas a reír, le vas a coger lástima… pero es un asesino.

Eso, y un grupo de cuentos, es en lo que estoy trabajando ahora, en ese momento creativo me encuentro.

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Me decías hace un rato que alguien de tu pueblo te enseñó el amor a la palabra precisa. Te describes como alguien al que le gusta contar historias… ¿no crees que la búsqueda de la palabra precisa pueda limitar tus historias, sobre todo cuando esa palabra exacta no aparece?

La palabra… Yo sí creo en la palabra precisa, antes no, cuando te dije que estaba perdido, que era un ignorante que se creía escritor y escribía una historia, yo decía: está bien si te entretiene. Ahora hay gente que me dice: “chico a mí me gustaban más tus historias de antes, porque eran más frescas”. Sí, es verdad, cuando uno es joven escribe más fresco, pero no estaba la palabra precisa en cada lugar porque con los años la literatura se vuelve sentimiento y arquitectura. Un párrafo lo montas aquí y allá, lo sufres… es un sufrimiento que nadie imagina y siempre hay que encontrar la palabra precisa, si no hay un vacío dentro del conjunto del texto. Luego puede suceder que no hay la palabra, no está allí en tus manos, y cuando no la hay, pues hay que inventarla. Yo no soy filólogo, no invento palabras, pienso que las palabras que no aparecen están por aparecer. Son como criaturas que resultan del sueño de un amor, esa es la palabra que está por nacer. El pueblo la tendrá, no las preceptivas. El pueblo es quien hace la lengua.

Siempre recuerdo lo que una vez, en un evento de escritores, hizo García Márquez, que en vez de leer un texto filológico leyó un cuento macho. Esa es la labor que me encadena a mí como escritor, no estar filosofando o teorizando sobre corrientes literarias, a mí me vendría muy mal eso, máxime que yo soy una especie de delincuente de la literatura, no estudié nada, no fui a ninguna universidad, no domino principios técnicos, así que si alguna vez tengo que hacer un discurso metalingüístico, leeré un cuento.

La literatura conlleva también el hecho grandioso de la carpintería, que le imbuye lo más grandioso, lo mejor, al alma de la palabra, es el gran Pinocho con corazón, esa es la literatura, y digo “carpintería”, por el oficio, y digo “alma” por el discurso que ese oficio transmite como creación de los estados mejores del sentimiento.

 

Es imposible no reír ante tus ocurrencias… con tus historias se ama, se teme, se discrepa o no, pero también se ríe con una risa inteligente…

Soy un hombre feliz, y entré —nunca se me olvida— al salón de operaciones cuando creían que tenía un tumor maligno entre el corazón y el pulmón, creyendo que me iba a morir, y yo no sé qué me pasó ese día, qué tenía, que en el medio de aquel nerviosismo, aquel quirófano, aquella gente, aquellas luces, me puse a hacer humor, a hacer cuentos, fíjate que entró el cirujano mayor y dijo: “por favor, duérmanlo, que se calle ya”.

O sea, yo soy un hombre feliz, hasta para morirme voy a ser feliz, no sé si tengo los labios muy grandes, la boca muy grande, siempre me estoy riendo (no me quieras ver ¿…?) y pienso que el humor es básico en la obra literaria. Pienso que una obra literaria sin humor no funciona. El lector necesita un poquito de la risa, pero no de la carcajada, del cuento chistoso en el juego de dominó, en una tertulia o entre unos traguitos de ron, es de otro tipo de humor, el que está debajo, el que motiva a la sonrisa reflexiva, ese es el tipo de humor que utilizo. No me interesa hacer una anécdota de humor, sino que en las propias situaciones, en la complejidad de la vida de los personajes, aparezcan momentos de humor que te hagan descansar en la lectura, que te rías y luego reflexiones. Colocar la anécdota dentro del texto no funciona, y esto una vez lo discutía con Abel, eso es más del bufo, en la literatura seria el humor parte de las urdimbres de la sinfonía, de la melodía de la prosa, está dentro, junto al discurso literario. Y así funciona.

Con la misma pasión con que amas la literatura, transmites amor en tus libros, ¿qué es el amor para Mejides? ¿Las historias de amor que cuentas también podrían ser parte de tu vida?

El amor es una esencia que comienza desde joven, hay muchos amores, luego cometemos el error de convertir el Día de los Enamorados en el Día de la Patria, ya tenemos un Día de la Patria. San Valentín es San Valentín y todos soñamos con ese angelito y su gran flecha que lanza la saeta del amor. El amor es precioso, y yo siempre he sido una persona enamorada de la belleza, me parece desde el punto de vista (que no sé si está de moda) “heterosexual”, que pienso a la mujer como un gran palacio lleno de pasillos marmóreos que abren sus puertas a la creación del alma.

¿Qué es para mí el amor? Una gran catedral gótica, inmensa pero iluminada.

Sobre mi vida amorosa, la que aparece en las novelas, hay un gran porcentaje de ficción, uno escribe ficción… y un poco que entra en la parte de la vida privada que uno se censura… y es donde a ti, aun siendo mi amiga, no te voy a permitir entrar. Sobre qué es verdad o qué es mentira… complácete, mujer, con la novela.

 

(Entrevista realizada en 2008-06-07) Tomado de La Jiribilla

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