Joel y Ethan Coen: dos maestros en la cinemateca de Cuba
20 de julio de 2017
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Desde su revisitación del cine negro clásico en Sangre fácil (Blood Simple, 1984), los hermanos Joel y Ethan Coen –sin H intermedia en su apellido que algunos críticos se obstinan en añadir– llamaron poderosamente la atención. Considerados como uno de los binomios autorales más personales del cine norteamericano, su brillante filmografía posterior no ha defraudado a sus seguidores y, por ende, no era difícil predecir para el equipo de Cahiers du Cinéma, que con ellos habría que contar en los albores del nuevo siglo. Nacidos en un suburbio de Minneapolis, Joel en 1954 y Ethan en 1957, mientras el primero estudió cine y trabajaba como asistente de edición en películas de horror de bajo presupuesto, el segundo matriculó Filosofía en Princeton, hasta que se unieron para escribir guiones para películas de serie B. Cuando tuvieron la oportunidad de rodar su opera prima, sin divergencia alguna repartieron sus funciones: Joel Coen asumiría la dirección y Ethan la producción de los guiones escritos en conjunto. En su caso es común la autoría: ambos codirigen y coproducen sus películas.
La inquietante atmósfera que rodeaba al triángulo amoroso en su debut cedió su sitio al aire desenfadado de Educando a Arizona (Raising Arizona, 1987), fábula tributaria a la comedia disparatada con algunos elementos del western. Dos años después, con La encrucijada de Miller (Miller’s Crossing, 1990), reprodujeron el clima del cine de gangsters en estado puro para evidenciar una temprana madurez que les proporcionaría la Concha de Oro en San Sebastián y que Cahiers… proclamara en sus conjeturas como “un OVNI en el cielo de Hollywood, una obra maestra donde Melville camina junto a John Ford”.
Barton Fink (1991), cuarto largometraje de los Coen, constituye toda una digresión sobre las dificultades de la creación literaria. En torno al reto que implica la aterradora página en blanco, se estructura la trama acerca de un guionista, huésped en un sórdido hotel de Hollywood, y apremiado por los productores para escribir la historia de un forzudo luchador. El grado de depuración estilística a que llegaron los hermanos Coen con este filme magistral les proporcionó la máxima distinción en Cannes y el galardón a la mejor dirección.
Para unos El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1993), filme arriesgado y de elevado presupuesto, fue un peligroso salto al vacío, cuando no un paso en falso hacia un cine más comercial. Hizo pensar en la pérdida de rumbo de los autores en su narración de la vertiginosa ascensión y caída de un inexperto joven provinciano contratado en una gran empresa por un inescrupuloso hombre de negocios. En sus títulos anteriores las referencias cinéfilas estaban asimiladas de forma tan original que impedían toda comparación; en cambio, ahora era inevitable la recurrencia dramatúrgica a los personajes y situaciones de la obra de Frank Capra y en el ámbito visual era patente su deuda con Metrópolis de Lang. En su continua busca de la perfección por primera vez los Coen pecaron por exceso con una comedia que dejaba un sabor amargo.
Por fortuna, su probado talento y predilección por la alternancia de géneros, les posibilitó salir airosos del dilema en que se hallaban y Fargo (1996) señaló un retorno a sus orígenes: un modesto thriller rural, en el que la sangre fácil teñía la nieve. Lo insólito de un suceso real sobre un infeliz vendedor de autos que contrató a dos delincuentes para que secuestraran a su esposa y cobrar él una parte del rescate, ejerció la suficiente atracción en los Coen. Al rehuir su inveterado efectismo y contener sus búsquedas formales, volvieron a aproximarse al clasicismo bordeado en La encrucijada de Miller y la Academia premió esta voluntad al otorgarles el Oscar al mejor guión original.
Su pericia para la elaboración de los diálogos, llenos de juegos de palabras y de un humor irónico –generalmente perdido al traducirse en síntesis para los subtítulos–, volvió a evidenciarse en El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1997). Por medio de personajes situados en los años noventa, pero anclados en la década de los sesenta, se toman licencias temporales y subvierten las convenciones del género detectivesco en otro intento por desmitificar al héroe tradicional que apenas se mueve de una bolera. Aunque les cuestionen su postura distanciada en relación con sus personajes, los Coen, que de uno u otro modo nunca renuncian al empleo del narrador en sus películas, siguen siendo únicos en la creación de un clima que logra atrapar al espectador, quien necesariamente no se siente identificado con ninguno de los personajes o situaciones que pueblan su universo.
Inmersos en la reedición de Sangre fácil, su siguiente obra O Brother, Where Art Thou?, estrenada sin penas ni glorias en Cannes 2000, volvió a inscribirse en su tendencia a revisitar los géneros arquetípicos impuestos por el cine estadounidense. Toma su título del filme de contenido social que se proponía rodar el imaginario cineasta protagonista de Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, 1941), la comedia de Preston Sturges, de una acidez ya percibida en El gran salto. Su trama, sin embargo, se inspira libérrimamente nada menos que en La Odisea de Homero, solo que el periplo ahora lo acometen tres presidiarios evadidos de un penal, encabezados por un Ulysses que recorre el Mississippi de los años treinta para reencontrarse en su casa con Penny. Por si esto no bastara, en este complejo y ambicioso pastiche referencial, los Coen no vacilaron en incluir algunos números musicales que resquebrajan la resentida estructura. Como “obra posmoderna y de difícil ubicación en el paisaje contemporáneo del cine norteamericano”, que rehúsa toda clasificación, la llamó el reputado crítico español Carlos F. Heredero.
Con esa minuciosa e innegable perfección, ¿habrán emprendido ahora, a las puertas del nuevo milenio, una errática trayectoria?, fue la pregunta forzosa provocada por esta cuarta película en su obra inscrita en la Selección Oficial de Cannes; en la siguiente edición del certamen, los Coen volvieron por sus fueros con El hombre que no estaba allí (The Man Who Wasn’t There, 2001). Con esta historia filmada en blanco y negro, en la cual siguen el tétrico avatar de un barbero que recurre al chantaje para redondear sus ingresos, compartieron el premio a la mejor dirección con David Lynch por Mullholland Drive. La descripción por los Coen de la enrarecida atmósfera pueblerina y de sus personajes en un guión modélico y el habitual despliegue de brillantez técnica para traducirlo en imágenes, hizo respirar aliviados a quienes permanecían dubitativos sobre el hipotético desvío del binomio.
Crueldad intolerable (Intolerable Cruelty, 2003) es otra variante de la comedia, género que no descuidan solo que su humor adquiere distintas gradaciones hasta adquirir el tono negrísimo en The Ladykillers (2004), reconocida en Cannes con el galardón del jurado por la radiante labor de la actriz Irma P. Hall. Como dato curioso, desde el inicio de la carrera de los hermanos Coen hasta Crueldad intolerable, solo firmaba Joel los filmes como realizador, pero a partir del siguiente título firman los dos.
Tras contribuir en los largometrajes colectivos París, te amo (Paris, je t’aime, 2006) y A cada uno su cine (Chacun son cinéma, 2007), con No es país para viejos (No Country for Old Men, 2007), versión de una novela de Cormac McCarthy, legaron otra pieza magistral, depurada al extremo, todo un ejercicio estilístico con la omnipresencia de un inmenso Javier Bardem, laureada con una veintena de premios. Hallan de nuevo en la literatura la espoleta inspiradora, esta vez en una novela de Stansfield Turner, para Quemar después de leer (Burn After Reading, 2008), enésima variante sobre la comedia, siempre con algún toque de originalidad que los distingue, como también lo fuera Un tipo serio (A Serious Man, 2009), a partir de un guion original de ellos, cada vez más defensores de la prioridad de una escritura eficaz antes de rodar la primera toma de cualquier filme.
Llama la atención en los Coen su decisión de acometer al año siguiente un remake –personalísimo– nada menos que de un Western, Valor de ley (True Grit), para el que desempolvaron la novela de Charles Portis filmada en 1969 por Henry Hathaway y a la que dotaron del vigor que les caracteriza. A propósito de Llewyn Davis (Inside Llewyn Davis, 2013), comedia agridulce, quizás sobrevalorada por cierto sector de la crítica, que no escatima en adjetivos para calificarla, precedió al desparpajo de ¡Ave, César! (Hail, Caesar!, 2016), cínica exploración en el Hollywood de los años cincuenta durante el esplendor de la época de los grandes estudios. En lugar de una secuela de Barton Fink, como pretendieron en un inicio, les salió una cinta salpimentada con comentarios sobre la “cacería de brujas” de MacCarthy, si bien insatisfactoria por momentos y que desconcertó a no pocos de sus incondicionales.
Mientras preparan con destino a la televisión The Ballad of Buster Scruggs, prevista para estrenarse en el 2018, recibamos a estos maestros del cine de género, imprescindibles en el contexto del cine contemporáneo, no solo de su país, que presenta la Cinemateca de Cuba en su sede capitalina, el cine 23 y 12.
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