Jacques Demy: el romántico de la Nueva Ola (I)
3 de mayo de 2017
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Si para la Nueva Ola francesa Truffaut fue el poeta de la rebeldía; Godard el dinamitador de la sintaxis cinematográfica; Resnais el jugador con el tiempo del relato, y Chabrol el entomólogo diseccionador de la burguesía, Jacques Demy fue el romántico por antonomasia. Una selección de su obra se exhibe en La Habana durante todo el mes de mayo como parte de la programación de la vigésima edición del Festival de Cine Francés.
Nacido en Pontchâteau (Loire-Atlantique) el 5 de junio de 1931, su niñez transcurrió en una Nantes donde la proximidad del mar le señalaría para siempre. Demy se traslada a París y permanece dos años en la Escuela Nacional de Fotografía y Cine. Fue primero asistente del animador Paul Grimault y de Georges Rouquier, que le incitó a lanzarse a la realización de cortometrajes: Le sabotier du Val-de-Loire (1955), Le bel indifférent (1957) y Ars (1959). Como sus coetáneos, deseaba rodar un largo y escribe y dirige Lola (1960), concebido originalmente como un musical, pero trunco por falta de recursos. La maravillosa Anouk Aimée encarnaba a una cantante de café, en medio de referencias a la obra de quien Demy considera sus maestros: Max Ophüls (al que está dedicado), Robert Bresson y Jean Renoir.
Poesía, ternura, elegancia, desenvoltura, fantasía, singularidad, sueño… fueron algunos términos empleados por la crítica especializada, que le acogió con calidez, para calificar a Lola y su sensible creador, tampoco ignorados por el público, y que obtuvo el premio de la Academia de Cine. Arribó al largometraje aupado por el marsellés Georges de Beauregard (1920-1984), el legendario productor de la Nueva Ola, pero como afirmara Gilles Durieux: “Fue sostenido por ella, pero nada se parece menos a los trazos comunes de esta nueva ola como las películas de Jacques Demy”. Para otros, es el exponente del “irrealismo” poético y el más profundamente francés de los cineastas de este movimiento, portador de una óptica inusual para observar los sentimientos humanos.
Aportó luego el episodio “La lujuria” al filme colectivo Los siete pecados capitales (Les sept péchés capitaux, 1961) antes de teñir de rubio platinado a Jeanne Moreau, musa de toda una generación, y seguir su febril deambular entre las mesas de los casinos en La bahía de los ángeles (La Baie des anges, 1962). Este es uno de los títulos que incluye el homenaje a Jacques Demy en calidad de estreno absoluto en Cua. El 8 de enero de 1962 Demy contrajo matrimonio con la cineasta Agnès Varda en una relación en la cual prevaleció el respeto por la obra personal sin interferencias, según el camino elegido por cada uno. Sobreviene la consagración definitiva con Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies du Cherbourg, 1963), que legara a la historia del cine la primera película enteramente “cantada”, aunque él prefería llamarle tragedia musical “en cantada”. Era un auténtico melodrama romántico, cuyos personajes se expresan solo cantando, aunque solo fueran con las palabras y frases utilizadas por todo el mundo en la vida cotidiana.
Todo comenzó cuando confió cierto día al compositor Michel Legrand, con quien trabajara antes en Lola, sus deseos de realizar un filme musical que no tomaría nada de la comedia musical norteamericana que tanto admiraba y mucho menos de la opereta francesa. Ocho meses después estuvo terminada la partitura, genuina protagonista, que marcó la dirección, los movimientos de cámara y los desplazamientos de los intérpretes. La pareja separada por la guerra de Argelia, “cantaba” con las voces de Danielle Licari y José Bartel en ese “testimonio de paz y de amor”. Jacques Demy irrumpía con una película atípica, “como si la ópera hubiera seguido la evolución del jazz”, según intentó definirla, laureada con la Palma de Oro en el Festival de Cannes y el premio Louis Delluc. El “primer hijo” de la pareja Demy-Legrand había echado a andar…
Para quienes Los paraguas de Cherburgo traicionó la tradición del musical, la respuesta no tardó en llegar. Al concebir el guión de Las señoritas de Rochefort (Les Demoiselles de Rochefort, 1966) y laborar con su cómplice Legrand en su construcción musical, a Demy le apasionó la búsqueda de una mezcla de las relaciones existentes entre el cine, la música, la pintura, la literatura y la danza, para conformar un espectáculo integral. El dramatismo de su antecesora cedía el lugar a una trama más ligera, no completamente cantada y respetuosa de la herencia del musical hollywoodense, que implica también la danza. El proyecto esperó dos años hasta que la audaz productora Mag Bodard pudo juntar el presupuesto exigido para los ensayos de las cinco coreografías y la grabación de una docena de canciones antes del primer golpe de claqueta en un rodaje extendido durante trece semanas.
Las gemelas caracterizadas por las hermanas Catherine Deneuve y Françoise Dorleác (1942-1967), fueron rodeadas de personajes que buscan y persiguen la felicidad, en un rompecabezas en el cual el azar interviene en el último instante, para devenir otro personaje. Demy consiguió reunir a dos exponentes del musical: el clásico (Gene Kelly) y el moderno (el George Chakiris de West Side Story), en la que es conceptuada como la primera comedia musical francesa en setenta años de historia del séptimo arte. El “único autor provinciano del nuevo cine francés” –como le bautizaron–, la imaginó no en base a la música, sino “a un sentimiento de la vida, un sentimiento de alegría”.
Esos pocos títulos pertenecientes a géneros no demasiado estimados en Francia, le valieron a Jacques Demy ocupar un sitio original, propio, cerrado en sí mismo, enriquecido película tras película, al margen de corrientes y modas efímeras.
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