El trigo sin cizaña de Jesús Lozada
26 de febrero de 2014
Por Roberto Manzano
Jesús Lozada es, ante todo, un poeta. Pero hay poetas y poetas. Por lo que hay que aclarar entonces que Jesús Lozada no es el poeta que considera que la poesía está para cubrir los agujeros de la prensa oficial, o para escandalizar con una manera excéntrica de mirar el mundo, o para actualizar a los pobres lectores con los nuevos idiolectos de Nueva York.
Jesús Lozada es un poeta que respeta el arte que cultiva, pues sabe que es mucho más que arte: es la expresión fehaciente del mundo interior, la imagen más alta de la más honda vivencia, la soledad estremecida de una solidaridad sin fisuras. La poesía es un estadio superior de la afinación espiritual de la especie, una luz súbita en la escala de todas las confluencias.
Si esto es la poesía, ¿qué arte estará fuera de la poesía cuando alcanza un auténtico nivel humano? Muchos artistas de hoy aman la transgresión de lo cínico como meta, pero hay que convenir en que la poesía no se reconoce cómodamente en lo cínico, sino en lo sublime, y que todas las artes entran en la poesía como en casa propia cuando ofrecen la revelación solar o nocturna de lo más entrañado.
Por ello, la poesía puede aparecer en todos los géneros artísticos y literarios, en la escritura y en la oralidad, en el pensamiento y la emoción, en el silencio o en la música, en la gestualidad del viento o en la simetría del cristal, en la espesura de un alma sola o en la transparencia enérgica de una colectividad que busca la ejecución de su sueño. La poesía es siempre un divino acompañamiento de lo humano.
Jesús Lozada es un poeta de página y de escena, de persona que consume un verso en una aislada vigilia o de público que se va tras la imaginación inasible que él sabe pintar con su palabra en alta voz. Un poeta que narra, un narrador que alcanza la poesía, un escriba que mueve alegorías y un comentador entusiasta que las impulsa y descifra. Puede reducir fronteras con naturalidad, pues conoce íntimamente la síntesis.
De lo que se trata no es del arte, sino del espíritu, que a veces anda solo frente a la línea escrita o se aglo-mera para escuchar al que cuenta a vivo gesto el drama de la existencia. Es el espíritu su asunto, su sustancia de expresión, su origen y su destino permanentes. Sabe cómo plasmar y dinamizar su vivencia para los otros, que son él mismo en lo profundo. Lo más insondable y prístino de uno mismo son los demás.
No es el artista que va por la senda y encuentra la flauta y la toca por casualidad, como nos cuenta la eterna fábula. Acompaña todo con el pensamiento, y en todo pone pensamiento, como es frecuente en los artistas de buen tamaño. Y donde haya virtud la difunde con rapidez y generosidad, como cabe a los espíritus de nobleza. Ante el artista que sólo habla de sí, el artista que comprende y enaltece la obra ajena.
Precisamente hoy presentamos un conjunto de trabajos suyos que nacen de su nobleza artística y de su deseo profundo de que lo que tenga valor ascienda y sea visible para todos. Eso es, en síntesis, El trigo y la cizaña, compilación que publica la Editorial Alarcos en su colección sobre el arte prodigioso de la oralidad y la cultura popular, y que enriquece nuestro modo de mirar un área muy necesitada de atención crítica.
Una colección que el mismo artista ha estructurado y cuajado como empeño grande de cultura, y a la que ha dedicado esfuerzo especial como coordinador y como poeta de la oralidad. A su paso desentrañador la oralidad queda más esclarecida, y se ve cómo la cátedra del mundo baja a entender el milagro de la palabra viva en el aire de todos. Pensar sobre la oralidad es un deber insoslayable de nuestra cultura.
Con la gracia de reunir voces, de acordelar pareceres, de mostrarlos en sus escorzos más ágiles para el consumo del gran público lector, su labor silenciosa ha sido, y es, de alto mérito y de un entusiasmo sistemá-tico y analítico. Para los amantes cubanos de la oralidad sabe convocar al mundo, y conecta al mundo con la sustancia ancestral de la Isla: actualiza en su arte la viva dialéctica martiana del injerto y el tronco.
El trigo y la cizaña, escrito bajo el rigor del sembradío donde la mano labradora va escogiendo y apartando según haya oro o espina, es arca de inmediateces que tienen valor durable, de cosechas recogidas cada día que exhiben su harina inmortal. Y el labrador es sujeto que no teme lo aéreo de lo abstracto, pero que se complace en la concreción, pues el árbol de la cultura urge de fronda y raíz, de agua y trino, de humus y celaje.
La disquisición no teme a la anécdota, la gravedad al humor, la singularidad a lo universal, lo dramático a lo placentero. Son comentarios construidos con el temblor vivo de la vida, donde se manejan las categorías —emblemas del pensamiento teórico— con la misma naturalidad con que se enarbolan las espigas de la conversación y el ejemplo aleccionador. El pensamiento ha de ejercerse con donaire y plasticidad.
Lo cartesiano se muestra como improvisación, y en el cambio de registros y de facetas del mismo fenómeno, la secuencia de interpretaciones gana un dinamismo y una animación que está movida a todas luces por las mismas leyes de representación del espectáculo de la oralidad, en el que el autor ha alcanzado puesto notable por su indudable talento. De su arte ha extraído las leyes de su decir.
Es por ello que El trigo y la cizaña gustará sin falta a los lectores: habla de un arte empleando muchos de los recursos de ese arte, sin abandonar ni un segundo la altura teórica de que está tan necesitada toda nuestra vida cultural, tan rica en anécdotas, o en aplicaciones de teorías lejanas, pero tan esmirriada en generalizaciones propias. Necesitamos todos los días la lección de pensar de un Varela, en cualquier área de la vida.
Felicitamos al poeta, pues el pensador o el analista o el promotor o el narrador que el conjunto proclama no abandonan la poesía legítima, con lo que el lenguaje de la oralidad queda visto desde lo profundo y desde lo más alto, según el saber hermético, que es el de la mejor hermenéutica, que tiene la claridad sinfónica de la Poesía. Como que el autor es un poeta, su trigo compartido es de una amorosa trascendencia.
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