Ballet de Camagüey: Una Giselle verdaderamente enamorada
4 de julio de 2016
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Siempre he dicho que en la diversidad, en la diferencia, está la riqueza de la vida. Si algo nos caracteriza como diversos, sin dudas, es nuestra cultura. Empiezo por esta idea porque totalmente diversa, diferente, fue la puesta en escena de “Giselle” del Ballet de Camagüey, que se presentó el pasado fin de semana en la Sala García Lorca del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso.
Algo que siempre ha tenido claro la directora de esta compañía, Regina Balaguer, desde hace casi 20 años, es que la diversidad – vuelvo con el término – es algo que también hace valedero el arte. Y la compañía agramontina ha sabido – sin renunciar al estilo cubano, pues son fieles herederos de él; recordar que fue Fernando Alonso quien fundó esta compañía –, ser diferente.
Quien apreció esta “Giselle” con coreografía de José Antonio Chávez, enseguida notó los nuevos aires que posee la puesta y que lo distingue de las versiones tanto cubana como internacionales. Desde el pas de deux des paysans, incluido en el primer acto, lo que agiliza aún más el baile de las amigas de la protagonista, hasta el conocido como acto blanco y las etéreas Willis; todos son signos de una búsqueda de renovación dentro del clasicismo balletístico, algo tan necesario en nuestros días.
Eso es algo para aplaudir: la coreografía con notables cambios. Pero no es lo único. La historia se ha respetado totalmente, la idea de que el amor salva se mantiene, pero en esta “Giselle” del Ballet de Camagüey se ha ahondado, me atrevería a decir, más en la psicología de los personajes. Ya no vemos a un Albrecht impoluto, sino que toma conciencia de su culpabilidad y se retira; no apreciamos a un Hilarión fuerte, malvado, enérgico, sino débil, tímido, pero sobre todo enamorado. Asimismo, ya no percibimos a una Giselle que a pesar de estar enferma no quiera disfrutar de los momentos felices, o aquella que después de muerta tiene que ser volátil, delicada; no, ella ha fallecido pero su voluntad sigue estando presente.
Estas sutiles variaciones responden a una lectura particular del mito Giselle, un mito del cual hemos disfrutado hace años, pero que ahora se nos devolvió con otra visión, y eso forma parte también de la concepción de una obra, de la propia coreografía. Gran aplauso entonces por hacernos creíbles estos sentimientos, por disfrutar los espectadores de una riqueza dramática increíble y poca vista en los escenarios cubanos. Trabajo intenso que siempre ha caracterizado al Ballet de Camagüey: el tener en cuenta el histrionismo a la par que la técnica de los bailarines. Y es que el ballet es eso: danza, baile pero a la vez actuación, desempeño actoral; simbiosis difícil pero lograble.
La enhorabuena para todos los ejecutantes: desde el cuerpo de baile impecable en los dos actos – sincronizados en movimiento y en cuanto a la música, algo que no se halla frecuentemente en la danza cubana actual –, hasta los protagonistas, muchos de ellos debutantes en los papeles principales. Yanny García corroboró su título de primer bailarín, aunque en el segundo acto podía haber trabajado más su entrega al ser amado; Mirna Ferrales y Eida Armengol dieron muestras en Bathilde y la madre de Giselle, respectivamente, que no existen papeles pequeños, al ofrecernos tantos emociones encontradas como dulzura, despotismo y negación, y que pueden hallarse en un mismo ser humano. Pero mención aparte para Rosa María Armengol, una artista – en al más amplio sentido de la palabra – que debutaba en el tan difícil y ansiado rol para cualquier bailarina. Ella nos brindó una Giselle inolvidable. Si su técnica puede ser mejorada, como en cualquiera otra bailarina – y no quiere decir esto que no haya destacado por su baile y su fuerza, que condiciones le sobran y lo demostró –, Armengol demostró que es una fiel heredera de la escuela cubana de ballet, donde la actuación y la incorporación del personaje forma parte también de ese sello. Ella quiso cuando tenía que querer, sufrió en el momento que debía hacerlo, vivió su drama intensamente. Ella fue una Giselle verdaderamente enamorada, y así nos lo hizo sentir con su teatralidad, su actuación, su mirada, sus gestos, su rostro… Hay que seguir, sin dudas, la carrera de esta bailarina.
Un diseño de luces correcto, una atmósfera bien lograda en cada escena, una orquesta que supo acompañar y realzar cada momento dramático – por cierto, cada vez mejor; se nota cuánto ha aportado a su perfeccionamiento el maestro Giovanni Duarte –; en fin, todo un conjunto de elementos que nos permitieron disfrutar de un instante único y totalmente deleitable: el arte es eso, entrega y compromiso, a pesar de algunas carencias que puedan existir, pues toda obra humana es perfectible y eso lo sabemos.
En una entrevista, Regina Balaguer, directora del Ballet de Camagüey, me decía que ella y su compañía siempre estarían abiertas a propuestas diversas, a montar diferentes obras, sean clásicas o contemporáneas, de múltiples coreógrafos, pues la diversidad se traduce también en singularidad. Vuelvo al punto inicial, entonces. Una vez más, el Ballet de Camagüey demostró – no solo por esta “Giselle” sino por otras propuestas que hemos disfrutado los capitalinos y toda Cuba, gracias también al empeño de no renunciar a las giras nacionales, pues el andar por toda la Isla, como bien ha dicho también la líder, es el termómetro para cualquier compañía artística – que están preparados para asumir la diversidad estilística y estética, sin renunciar a sus raíces, pues ahí radica la riqueza de la vida, del arte.
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