Aplaudamos a Antón Arrufat
22 de mayo de 2023
|Redacción Habana Radio / Fotos: Alexis Rodríguez
Otra jugarreta del destino. Uno de los grandes de la cultura, de las letras cubanas se nos ha ido físicamente. Pero queda, además de su obra, sus ideas como aquella que expresara en cierta ocasión: “La prosa y la poesía serán los únicos que sobrevivan al final de la cultura literaria”. Es por eso que la lírica, las letras del escritor cubano Antón Arrufat quedarán por siempre.
El Aula Magna del Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana acogió este lunes un sentido homenaje de amigos, escritores e intelectuales que admiran a Arrufat y siguieron sus huellas. Presentes Alpidio Alonso, Ministro de Cultura; Luis Morlote, Presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba; Juan Rodríguez Cabrera, Presidente del Instituto Cubano del Libro; Perla Rosales, Directora General Adjunta de la Oficina del Historiador, entre otras personalidades.
Más que una despedida, las palabras de evocación de Cira Romero fueron testigos del sentir de todos; palabras que ahora publicamos íntegramente:
Palabras para el viejo carpintero Antón Arrufat
Rendir homenaje a Antón Arrufat significa enaltecer lo más auténtico de la cultura cubana, con la literatura de la mano. Pero, a la vez, este quehacer suyo nos acerca casi siempre a una sola ciudad, La Habana de calles y parques siempre recorridos por él muy cerca del entorno que hoy nos convoca. Quizás por eso las páginas legadas escuchan sus propios pasos.
Posiblemente ha sido el intelectual cubano que más transitó por la calle Obispo, solo o acompañado, mirando siempre, como si fuera por primera vez, los lugares tantas veces recorridos. Solía detenerse en el Instituto Cubano del Libro, último lugar de trabajo, y allí charlaba sobre lo humano y lo divino con todos los que se encontraba a su paso. Después era obligado ir a la librería Fayad Jamís, y adelantando cuadras se detenía en Obispo y San Ignacio, levantaba la mirada frente a un edificio sin balcones y apuntando con el dedo decía: “Detrás de esa ventana vivió Virgilio Piñera”. Seguía el recorrido con movimientos lentos, nunca estaba apurado, hasta la cafetería San José, donde mucho le gustaba merendar junto a amigos cercanos. Otras veces era más directo al transitar y se encaminaba a la oficina de Eusebio Leal, gran amigo, con el que solía tener largas conversaciones culturales que podían ir de Francisco de Arango y Parreño al tan querido por él José Lezama Lima, antiguo vecino de la bulliciosa calle Trocadero; de Baudelaire a Jorge Luis Borges, pasando por la Avellaneda, Julián del Casal y su admirado Ramón Meza. Ser miembro de la Academia Cubana de la Lengua, de la que fue nombrado recientemente Académico Honorario y cuya sede radica en este mismo edificio, era otra razón para caminar por esta calle Obispo, acompañante fiel y permanente de sus travesías.
Entonces son muchas las razones que determinan realizar este tributo en la sede de esta Aula Magna del Colegio Universitario San Gerónimo que hoy nos acoge, tan próximo a esa arteria tan querida por él, y donde nos reunimos sus colegas, amigos y público en general para rendirle la demostración merecida por todo gran escritor. Él nos lega, como si fuera un todo, una herencia de más de veinte títulos que transitan en un conjunto a veces superpuesto, como diría su querida amiga y estudiosa de su obra Margarita Mateo, entre la poesía, la narrativa, el ensayo, el teatro y la crítica literaria. Luego del primer título publicado, el poemario En claro, aparecido en 1962, le siguieron, entre otros, y en diferentes géneros, Repaso final, Todos los domingos, Los siete contra Tebas, La caja está cerrada – desarrollada en Santiago de Cuba, donde nació en 1935 –, La huella en la arena, La tierra permanente, Las pequeñas cosas, ¿Qué harás después de mí?, Virgilio Piñera entre él y yo, Lirios sobre un fondo de espada, Ejercicios para hacer de la esterilidad virtud, La noche del aguafiestas, El convidado del juicio, La huella en la arena. Poemas reunidos, Las tres partes del criollo, El hombre discursivo, De las pequeñas cosas, Los privilegios del deseo, Las máscaras de Talía: para una lectura de la Avellaneda, Vías de extinción y muchos más, algunos replicados en países hispanohablantes y en otras lenguas. Ese conjunto lo hizo merecedor de varios premios de la crítica, las medallas Distinción por la Cultura Nacional y Alejo Carpentier y en el año 2000 el Premio Nacional de Literatura.
Pude darme cuenta de la grandeza de su obra cuando reuní en un volumen, que él mismo tituló En boca de otros – recientemente impreso por Ediciones Matanzas, y que tuve la dicha de ponerlo en sus manos apenas 72 horas antes de su deceso –, una selección de más de ochenta textos, publicados e inéditos, dedicados a su escritura, además de cartas, una cronología de vida y obra comentada por él mismo, un collage con entrevistas… Cuando lo palpó repetía constantemente: “No es posible, no es posible”, como si no creyera que sobre él se hubiera escrito tanto y con tantos elogios, como si no entendiera la grandeza de lo escrito. Se echó a llorar y no pude más que abrazarlo y darle un beso. “Viste – le dije –, qué importante eres”. Entonces asintió y esbozó una sonrisa todavía pícara.
Permanentemente conversador, Antón, y siempre hablo de él en presente, tiene un oficio depurado, una constante frescura, un nuevo resplandor, y cito a nuestra Carilda Oliver Labra. Supo nutrirse de vivencias, es dueño de una fina ironía, de una combativa disposición transgresora. “Su estilo – nos recuerda la matancera –, creció en limpidez, soltura, pureza idiomática y novedad en la exposición. Creemos, desde luego, que es un don preciso lo que consolida el hecho importante que resulta la obra de Antón Arrufat”. Fue vencedor de negadores y defendió su oficio con ferocidad, alimentado por la fe en sí mismo y en la literatura, como corresponde a un escritor genuino.
Fiel a la letra impresa, supo eliminar lo superficial, lo manido, como hombre que es de la cultura en mayúsculas, y sobre todo porque lo acompaña una gran sabiduría. Reflexivo y auténtico a un tiempo, además de genio y figura sin dobleces, la obra de Antón Arrufat es sinónimo de literatura sin concesiones, y ha hecho de ella un destino cumplido, que le permitió erigir su personal altar. Supo de días gloriosos y menos dichosos, pero el autor está en el cuerpo de lo impreso, tan suyo como el cuerpo que lo habitó, y en su espíritu. Presente siempre su personalidad a través de un auténtico estilo, autor dialogante, siempre en busca de armonizar lo cotidiano intrascendente para hacerlo arte.
Siempre se proyectó como sujeto duro y negado a obedecer, en lucha afanosa con la memoria, buscando siempre la dimensión de un trance especial donde el espejo y el laberinto se juntan e indagan en el simulacro, atendido (y entendido) por él mediante un juego practicado a modo de escenario forjador de una visión racional, deconstructiva acaso, de la memoria misma. Ha sido, creo, un perfecto y fiel creador de circunstancias, un escritor en el cual se cumple aquello de que “cuando arden de boca en boca sus historias, sin que nadie pueda decir nunca quién las hizo, ni dónde” es cuando se completa aquello de “sí, sin dudas es un gran escritor”. Una voz, su voz, expresada en diferentes modalidades de los mal llamados géneros literarios – violados por él con la tranquilidad pasmosa de quien no cree en ellos y sabe lo que hace – de cuyos límites supo desprenderse para que sus páginas puedan recorrerse como una mediación entre la vía y el centro.
Perenne sedicioso, Antón lleva en sí mismo el impulso natural y perverso del ser humano y tiende a comportarse como no debe, pero hay que disfrutarlo en sus libros, hijos de una criatura nacida para el oficio fecundo. Él sabe, presumo, de esta circunstancia, y cual un viejo carpintero horada y profundiza en el árbol milenario de la creación para dejarnos sus huellas en la arena. La caja está cerrada, pero está colmada de pequeñas cosas que dejan en claro que ningún aguafiestas nocturno va a dejar pasarnos gato por liebre. Tebas se erige como la ciudad emblemática. Mientras, el caso se investiga sabiendo que todos los domingos hay distancias infinitas por recorrer, pues los antagonistas han escrito en las puertas que la tierra permanente ha comenzado a girar. Hay que hacer un alto, un repaso final, porque las vías de extinción permiten que la manzana y la flecha se unan para, cual un Guillermo Tell eternamente, el juego de la escritura siga sus pasos semejantes al vértigo, fiel a la esencia del universo, deslizándose en un viaje personal que siempre tiene retorno. Antón Arrufat no se delata, se entrega con la transparencia de los que siempre es posible.
Mi abrazo personal a sus hermanos Virginia y Roberto Arrufat y a su gran amigo Manuel Fernández Rodríguez, extendido sobre todo a los jóvenes escritores cubanos, los más fieles seguidores de su obra.
Permanezcan entre nosotros obra y espíritu suyos. Aplaudamos a Antón Arrufat, seguros que desde donde esté nos dirá: “Gracias, gracias”. ¡Qué caiga el telón!
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