Hace días falleció en La Habana Nancy Alonso, y sus amigas y colegas no damos crédito a la noticia. Su imagen, alejada siempre de estridencias, como si fuera una criatura que quisiera caminar en puntillas, sin apenas sentirse, y su propio aspecto de mujer menuda, quizás contribuyen a la incredulidad y la tristeza que hoy padecemos quienes la apreciábamos. Nancy tenía la peculiaridad de aparecer con su simpatía justo el tiempo necesario, de ser comedida a toda hora, de no dejarse deslumbrar por absolutamente nada que no fuera el trabajo. Porque nada le entusiasmaba más que un nuevo proyecto, un libro compartido entre varias colegas, sus intensas jornadas en la Editorial Boloña, o colaborando con Mirta Yáñez en antologías, en viajes promocionales no solo para la obra de ambas, sino de muchas otras autoras cubanas. Su labor, sobre todo para Cubanas Book, y en la compilación extraordinaria de Damas de Social, sin soslayar sus propios libros (Tirar la primera piedra, de 1997; Cerrado por reparación, del 2002, −con el cual obtuvo el Premio de Narrativa Femenina Alba de Céspedes−, Desencuentro, de 2009), la convirtieron no solo en una peculiar narradora, sino también en una editora de rigor, en alguien que llegó a dominar el oficio de la literatura en toda su magnitud. Nancy era tan buena narradora como eficaz su desempeño de editora.
Provenía del mundo científico, y de su magisterio como Fisióloga Docente en Etiopía nace su primer volumen de narraciones, Tirar la primera piedra, que fuera destacado en el Premio David en 1995, dos años antes de su publicación. A partir de entonces, no abandonó la vocación por el ámbito literario en el cual llegó a moverse con total soltura. Sus primeros cuentos se centran en su experiencia africana, pero no se limitó a explotar lo que sin dudas constituye una interesantísima fuente testimonial, sino que fue avanzando a horizontes más ambiciosos, llegando a destacarse por el fino sentido de la ironía, amén de su honestidad literaria y humana. Por si no bastara, dedicó varios años al rescate de la correspondencia de Emilio Roig, y, sobre todo, se empeñó en dar a conocer nombres e historias de mujeres cubanas, cuyas identidades peligraban, en términos del olvido que imponen la ignorancia, el machismo, y el poco interés que persiste con respecto a la mujer intelectual de épocas pasadas. Insisto en esta faceta del trabajo de Nancy, porque a ella debemos el maravilloso regalo que nos hizo a todas, con Damas de Social.
Nancy fue, además, una persona muy generosa, y aunque ello parezca un puro elogio nacido del cariño, en su caso es tan digno de mencionar como cualquiera de sus hijos-libros. El alborozo que mostraba con cada nueva edición de sus colegas, los premios ajenos, el logro de que aparecieran nombres de cubanas en la editorial de su amiga Sara Cooper, en Estados Unidos, y su constante buen humor, hacen de su muerte un hecho imposible de ser asimilado con la ecuanimidad que se espera. Doy fe del amor que sienten hacia ella varias escritoras y editoras de Cuba y de otras latitudes, entre las que no puedo dejar de mencionar tres: Mirta Yáñez, Josefina de Diego y Sara Cooper. Con estas breves líneas, brindo el poco probable consuelo de un pésame a ellas, porque no encuentro otra forma de mostrar la profunda pérdida que ahora mismo siento. No obstante, no sería justo personalizar la carencia afectiva que su ausencia provoca: Cuba pierde una mujer guerrera, una dama que batalló hasta el final por lo mejor de nuestra cultura, y que supo brillar, a pesar de su escurridiza manera de posicionarse en público. Hoy, Nancy Alonso recibe los vítores y los aplausos cerrados que rechazaba. Es la única ventaja de no tenerla presente: Recíbelos, amiga querida, acéptalos, y no nos dejes caer en la tentación de llorar tu muerte.