Carpentier visto por Luis Álvarez, en la Feria del Libro
13 de febrero de 2017
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Si ese músculo que siempre hay que ejercitar, la memoria, no me falla, esta constituye la tercera ocasión en que Ediciones ICAIC publica un libro consagrado a Alejo Carpentier. El primero, El cine, décima musa (2011), compilaba sus crónicas y artículos sobre ese arte que le obsesionaba desde sus tempranos tiempos en un París estremecido por el surrealismo. En La intimidad de la historia (2013), Elizabeth Mirabal recogía una serie de textos dispersos. Ediciones ICAIC emprende ahora, también junto a la Fundación que lleva el nombre del gran autor de Los pasos perdidos, el volumen Alejo Carpentier: la facultad mayor de la cultura, que reúne un conjunto de ensayos del camagüeyano Luis Álvarez, no solo carpenteriano por antonomasia, sino que si no existiera el premio nacional de investigaciones culturales –que ostenta desde el 2008–, habría que crearlo especialmente para él.
El término acucioso resulta impreciso para calificar su afán por iluminar zonas apenas exploradas, desde la oratoria y la crítica teatral martianas, el discurso literario de este Caribe que arrastró a los personajes de El siglo de las luces y al propio Alejo, el concierto neobarroco orquestado por el poeta principeño Emilio Ballagas en su obra, el pensamiento cultural en la isla en pleno siglo xix –junto a su esposa, compinche y cómplice en estas andanzas, Olga García Yero–, hasta incitar a una relectura de otro autor maldito y preterido, Julián del Casal. No podemos olvidar su recurrencia a una película parteaguas como Blade Runner, de Ridley Scott, para conducir –aunque él y su coautor, Armando Pérez Padrón, quien lo acompañó también en su indagación en el legado de Fernando Pérez– prefieran el vocablo introducir a los neófitos en los vericuetos de ese arte séptimo, el de la Décima Musa, «nacido muchos siglos después de sus augustas hermanas», según escribió el novel Carpentier en la revista Carteles, hace casi noventa años atrás.
«Todo es cuestión de perspectiva», le dijo Alejo a Graziella Pogolotti –cuyo aliento siempre renovador y adelantado a su tiempo alentaron este libro–, mientras le entregaba un ejemplar de El arpa y la sombra. Y creo que sin conocerlo incluso, Luis Álvarez asume ese comentario como reto. Apela a cuanta perspectiva y ángulo le sean posibles para adentrarse en el más que encuentro, encontronazo intercultural que vivió la mayor de Las Antillas y en la tentativa de hallar una respuesta a la, a su juicio, inútil interrogante acerca de si Carpentier es un culturólogo, que muchos han formulado.
Poseedor de esa insaciable voracidad de todo genuino investigador, que digiere y procesa sus hallazgos en la copiosa bibliografía consultada, el autor indaga en sus «Prolegómenos» las más disímiles corrientes y tendencias de pensamiento cultural. Trata de esclarecer cómo nada, o casi nada era ajeno en esa genuina etapa de formación, todo un bautismo de fuego, para aquel joven intelectual habanero deslumbrado por la efervescencia de la Ciudad Luz, que intentó traducir en sus modélicas crónicas para Carteles y Social, algunas de imperecedero valor literario. No menos trascendentes fueron sus conferencias impartidas en el ICAIC que al cineasta Héctor Veitía, felizmente, se le ocurrió registrar con una cámara y ahí están como testimonio de de sus inquietudes, en especial en torno a la música en Cuba, vertidas en un libro de vigencia fundamental, como subraya Luis Álvarez en otra sección en la cual lamenta que no haya tenido «continuación ni eco suficiente en nuestra vida académica».
La llamada etapa venezolana o caraqueña en el quehacer de Carpentier, fructífera en grado superlativo por cuanto significó como intenso entrenamiento periodístico su sección «Letra y Solfa», en el diario El Nacional, también son objeto de atención por Luis Álvarez. En ese país donde un viaje iniciático por el Orinoco provocó su talento y lo tradujo en una de sus novelas fundamentales, Alejo decidió reflejar sus vivencias en un diario abarcador del período 1951-1957, otro punto en el cual se detiene Álvarez en su itinerario. El retorno del novelista a su isla, convulsionada por tiempos fundacionales, deviene centro del ensayo «Tentar y diferenciar», preámbulo del abordaje del «núcleo esencial de su pensamiento sobre la cultura», y que titula «Visión carpenteriana del neobarroco: interpretación de la cultura latinoamericana».
Esa reflexión crítica y constante sobre el tiempo que le tocó vivir a Alejo Carpentier, lúcido y brillante cronista de su época, permite a Luis Álvarez, al concluir su apasionante recorrido, definirlo como un intelectual orgánico. Culminamos la lectura de este libro provocador, de cuidada edición a cargo de Rinaldo Acosta y no menos sugerente diseño de cubierta a cargo de Pepe Menéndez con una necesaria advertencia: si alguna vez perdieran los pasos de Luis Álvarez, ¡atención!, no tengan la menor duda, es imposible que se desoriente en el trazado laberíntico de su ciudad: lo hallaran inmerso en una nueva y muy reveladora investigación con destino a un libro.
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