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El mundo en el pecho

11 de abril de 2013

Por Manuel Alejandro Valdés

Compañía Organik / Foto Néstor Martí

Quince minutos después de las cuatro en Las Carolinas. Segunda jornada de Habana Vieja: Ciudad en Movimiento. El Sol es soberbio, implacable, pero la velada promete. Un dúo de bailarines vascos y un grupo de danzas tradicionales turcas. Un surtido así solo puede encontrarse en estos días de Festival. Ya llegan los colosos bonachones de Gigantería, guías inmejorables de ese tour pasacalles que muestra a quienes se sumen a lo que la jornada tiene para ofrecer. Se respira otro aire. La gente ríe y baila entre ellos. ¡Cuán poderoso es este lapso de fruición colectiva! En ninguna otra parte de La Habana actual se sienten los ecos medievales del carnaval como aquí, ahora. Durante ese rapto de la conciencia, se olvida uno hasta del Sol. Casi me voy con ellos, a donde sea, no importa… pero ya está en posición el binomio vasco.
«Carneros trata sobre las peleas de esos animales, pero también evidencia una relación entre dos iguales, no de chico y chica, aunque eso seamos los bailarines. Son dos carneros que pelean ante un público que ha pagado por ver esa pelea, ya que las disfrutan. Por ello también hace una denuncia social contra eso. Esta es una tradición del País Vasco que hoy está prohibida, aunque sigue haciéndose clandestinamente», aclara Eneko Balerdi, uno de los dos bailarines que vino a representar a Organik, junto a Natalia Monge, quien creara el grupo en 2002 y confesara que «normalmente trabajo sobre cosas personales y cotidianas. En Carneros me movía, por un lado, esa parte animal que tiene el ser humano. Yo paso de cero a cien en una milésima de segundo. Soy muy visceral. Me gusta eso de pegarme, jugar, forcejear, es algo muy cercano a mí».
Una furia claustrofóbica les hierve la sangre. Transmutados ahora en carneros arremeten contra todo. Les duele el encierro del corral. Logran salir, corren por tierra y aire, como si llevaran encarcelados toda una vida. Caen exhaustos, agonizantes y juntos. Desde el suelo riegan espasmos y contorsiones bruscas y breves. Su furia de animales altivos los hace erguirse nuevamente. Se enfrentan. Unas cornadas terribles los despegan del suelo y los hacen levitar, alternadamente. Hay algo de amor en su rabia, una especie de reverencia, un hálito de complicidad que los hace detenerse. Caminan juntos, lado a lado, pero solo un instante. Emprenden nuevamente la carrera frenética. Se embisten con una fuerza desesperada. La vida se les escapa con la sangre que brota de sus heridas. Solo de la ira vanidosa de su naturaleza díscola pueden provenir tales arranques. Escudriñan recelosos el ambiente. Resuellan. Sus cuernos ensartan al oponente. Se distancian y se miran. La muerte se pospone. Quizás la tregua dure unos segundos.

Grupo de Danza Folclórica de Nilüfer / Foto Néstor Martí

Le llega el turno al Grupo de Danza Folclórica de Nilüfer. Es la primera vez que un grupo de bailes tradicionales de Turquía se presenta en Cuba. Traen nueve coreografías diferentes, pero las que representaron son una danza de la provincia de Bilecik y otra típica de los gitanos turcos.
Se mezclan con el público y obsequian souvenirs, entre ellos unos amuletos contra el mal de ojo, a base de azul y blanco. Seis mujeres se adueñan del escenario. Cinco hombres las miran desde fuera. Es este un homenaje al mar. Las anchas mangas blancas que todos portan y el movimiento de sus manos recuerdan las olas. Los hombres, con sus chalecos negros peripuestos y sus dagas a un costado, ondulan con saltos minúsculos y enérgicos, rebosantes de alegría y euforia juvenil. El público se les rinde y ellos ríen, orgullosos y cansados a una vez.
Las mujeres los desplazan. Pura coquetería y delicadeza, danzan tomándose las manos y abren paso a los caballeros, dejando el entorno perfumado por su exotismo… y al público embelesado, deseoso de más. La pista vuelve a ser de los hombres. Recuerdan a River Dance y a una polka rusa. Pero esto es otra cosa. Tienen más pimienta. El público, excitado, los arropa con aplausos.

Grupo de Danza Folclórica de Nilüfer / Foto Néstor Martí

Ahora irrumpen las gitanas turcas. Son todo color. Pareciera que trajeron consigo al Holi hindú. Las cestas han de ser una extensión de su cuerpo. Se contonean sobre ellas, como invitando a que les arroje uno el corazón. Sus hombres les reclaman. Vienen a responder sus zalamerías. Se mezclan, juguetean y flirtean. Los hombres ceden el espacio. O ellas lo reconquistan, para ser más precisos. Con las manos en alto, reclaman sus aplausos, sin dejar de saltar. Vuelven a mezclarse. Los hombres hincan las rodillas, sucumbiendo a los encantos brujos de las gitanas. Estas los empujan al suelo con sus pies. ¿Ellos? Nunca habían sido tan felices. Y a nosotros, espectadores gozosos, algo muy similar nos abarca, un cóctel de admiración y éxtasis que nos remueve por dentro, convenciéndonos de haber asistido a un momento de alumbramiento espiritual, de esos en los que se siente en el pecho al mundo y las fronteras geográficas y culturales nada son ante el ímpetu omnipotente de las artes.

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