La Habana bajo el huracán
20 de octubre de 2016
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Existen huracanes que más allá del momento de su paso por un territorio determinado, dejan una huella indeleble que no desaparece con el paso de las sucesivas generaciones. Sandy, Gustav, Wilma, Flora… son nombres que integran esa lista, que resulta larga. Para La Habana, sin embargo, un huracán parece desafiar por sobre otros el tiempo, y sacudir cada año el polvo de la memoria. Se trata del llamado Ciclón del Veintiséis, que azotó al occidente de Cuba, y en particular a La Habana del 19 al 20 de octubre de ese año en el pasado siglo.
Este sistema tropical tuvo su origen el 14 de octubre, en una zona de bajas presiones en el Golfo de Honduras. Informaciones sobre las malas condiciones del estado del tiempo, remitidas radiotelegráficamente por diversos buques que navegaban en el área, fueron decisivas para identificar tempranamente al sistema y seguir su rápido proceso de intensificación hasta la categoría SS-3. Los primeros avisos sobre este organismo se publicaron con 48 horas de anticipación; pero los pescadores y carboneros en los cayos del Golfo de Batabanó, y aún los residentes en lugares alejados de Nueva Gerona y La Fe, en Isla de Pinos, no recibieron advertencia alguna.
El huracán azotó duramente al occidente del país. En el Observatorio Nacional se midió una presión atmosférica mínima de 950 hPa, que no corresponde a la mínima del ojo. Sin embargo, los anemómetros emplazados en ese centro y en el Observatorio del Colegio de Belén no resistieron las rachas. En este último, todos los instrumentos fueron arrancados de sus mástiles, y el que más soportó el duro castigo del viento midió, antes de colapsar, 165 km/h.
El director del Observatorio Nacional precisó que la velocidad del viento había llegado en la localidad de Casablanca hasta 195 km/h de manera sostenida, medición determinada sobre la gráfica de un Anemobiagraph (anemómetro del tipo Dines). El meteorólogo Roberto Ortiz calculó en 1977 que en la Capital soplaron vientos por encima de 90 km/h durante siete horas consecutivas.
Un informe post impacto, redactado por las autoridades de la época, fijó en 583 la cifra de víctimas mortales, y en 5 000 los heridos. Se afectaron prácticamente todos los cultivos, y se dañó notablemente la infraestructura industrial de la Capital, que ya tenía un peso económico de cierta importancia. Miles de viviendas fueron destruidas, y las pérdidas se estimaron en 108 millones de pesos. Casi todo el arbolado de los parques cayó al suelo. Las marejadas provocaron el naufragio de un sinnúmero de embarcaciones, y decenas de cadáveres fueron devueltos hacia las costas por el oleaje. En Surgidero de Batabanó (en la costa sur de la actual provincia de Mayabeque) la surgencia alcanzó 3 m.
Dentro de la circulación del meteoro se reportó, en dos localidades, la caída de granizo y un tornado, así como “lluvia salada”. Este huracán provocó el primer desastre natural en la historia de Cuba que golpeó significativamente las redes de transmisión de energía y en la telefonía. Esas averías resultaron considerables y muy costosas.
El gran huracán de 1926 tuvo tanta significación social que resultó ser, por antonomasia, un referente del ciclón en diversas manifestaciones del arte en Cuba. Aún recordamos a Agustín Campos, inolvidable actor de la radio cubana, que en los libretos escritos por Alberto Luberta para el programa “Alegrías de Sobremesa”, aludía a incontables hechos vividos por su personaje, cuyo referente cronológico era, precisamente, el año del Ciclón del Veintiséis; y matizaba su dramatización con las onomatopeyas del viento del huracán que aquel día de octubre, hace hoy 90 años, pretendió destruir a La Habana y sus cuatro siglos de historia.
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