Una verdad escondida
3 de mayo de 2014
|Cuando el cartero llegó a la casa, el susto le aumentó las ganas de tomar café. Que la puerta estuviera cerrada era normal, pero la ventana… Para un joven, este encierro significaba enfermedad o muerte pues en esa dirección vivía una anciana ajena a notificaciones oficiales de embajadas anunciadoras de futuros viajes. De contra, el silbato lo olvidó y no le quedó mas remedio que, gracias a la delgadez de la carta, introducirla por debajo de la puerta y perderse la tacita del oloroso. A la nieta, la primera en llegar de la familia, también la asustó el cierre de la ventana y, aun más, la carta abandonada. Corrió hacia el dormitorio de la anciana, temor en el corazón y grito en la garganta. La encontró viva, pálida y con expresión triste en aquel rostro en que el optimismo con su luz, maquillaba las arrugas.
La estudiante de Medicina observó la respiración acompasada y las manos recogidas en el regazo. Descartó el malestar físico y, conociéndola, supuso que esta tristeza demostrada, provenía de otros rumbos. Se arrodilló a sus pies y acomodó la cabeza entre las manos recogidas. Diez años atrás, así contaba sus tribulaciones de niña. Esta mujer la consolaba. Hoy, ella la consolaría.
La abuela interpretó el gesto de esta escena del pasado en que hoy cambiarían de lugar los personajes.
Al principio, a la muchacha las palabras le resultaron incomprensibles. Eran oraciones sueltas de difícil ilación. Saltaban de un tema a otro, nacidos de hechos o situaciones desconocidos para ella y que venían de etapas no vividas y jamás desplegadas en las numerosas conversaciones que compartían juntas. Permaneció callada. Sentía que la anciana necesitaba desbocarse en apreciaciones para así, aliviar el alma.
Al fin, salió la anécdota recién nacida, provocadora de su vergüenza. Un anciano tan anciano como ella, la había ofendido. Le había faltado al respeto.
La nieta creyó entender la causa de la aflicción. En su condición de viuda de un hombre intachable, aquel novio primero de amor azul nacido en la adolescencia, esposo, padre y abuelo, recordado con veneración en la familia y venerado por ella, y uno cualquiera, sin considerar su recuerdo, ni apreciar la serenidad de la ancianidad, lo ofendió en pensamiento al insinuarle amores a esta viuda.
La joven en son de la tranquilidad, le habló de la falta de valores y sentido del respeto en algunos seres que deambulaban por la ciudad e, inclusive, podían disfrazarse de buenas personas y entrar en confianza hasta para delinquir si la situación era propicia. Y enumeró casos y le repitió las advertencias que al marchar todos y dejarla sola, le decían día tras día.
Para diluir la preocupación en la futura profesional de la salud, la abuela guardó la verdad vergonzante. Esta joven no podría interiorizar que su tristeza procedía de que el anciano, tan anciano como ella, se burló de la posibilidad de que los otros imaginaran un romance entre ellos. Porque aun la mujer lidiadora de sus derechos emancipadores y hasta con un pie apoyado en la tumba, le gusta que la respeten, pero también que la deseen.
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