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Un corazón lastimado y feliz

16 de noviembre de 2013

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Regresó al anochecer al consultorio. Desde niña decidió la profesión. Sus perros y gatos supieron de las curaciones. Y al mantenerlos sanos, acudía a cuidar a los callejeros contra las protestas de la madre. A la carrera se entregó en cuerpo y alma y las felicitaciones en la graduación, retribuyeron tanto esfuerzo.
Transitaba por el segundo año de graduada. Y si bien los vecinos de aquel pueblo la recibieron primero entre signos de interrogación, pronto las dudas se disiparon. Aquella muchachita de poca estatura y peso, nadie se las podría arrebatar. Había puesto en cintura a los hipertensos y obligado a las embarazadas al abandono del cigarro.
Era la hora de la comida y ante las recetas caseras, los enfermos sucumbían y a nadie se le ocurría irrumpir en el consultorio a no ser por una peligrosa urgencia o accidente. Tiempo ideal para el repaso de los casos preocupantes. Los grandes ojos, lo más atractivo de su rostro, paralizados en unos datos. Dueña a la par de una dulzura intrínseca y de un carácter decidido, tomó los papeles correspondientes a dos enfermos, cerró el consultorio y salió a la calle oscurecida.
Las mascotas desde los jardines cercados la saludaban, acostumbrados a sus visitas oportunas y la mano delicada que los acariciaba y que en caso de apuro, también los atendía. El anciano no se sorprendió al verla frente a la cerca. Descansaba en el sillón y el viejo perro dormitaba a sus pies.
“Médica, estoy cumpliendo la dieta”. “No vine por ti, vine por tu mujer”. Y siguió hacia dentro de la casa como si fuera la dueña. Sabía donde encontraría a esa hora a la anciana. Apretando los ojos bajo la luz de la cocina, repasaba los frijoles antes de ponerlos en remojo. En una cesta, esperaban los pañales pendientes de bordar y que debería terminar para el fin de semana. La futura mamá entraba en los siete meses y estaba intranquila. Ella los terminaría aunque sabía que el pago lo recibiría en varios plazos. La pareja era pobre, tan pobre como ellos.
Levantó el rostro y sonrió ante la seria expresión de la doctora.
“Tu corazón funciona peor que el de él. Y tú, matándote, mientras él toma el fresco en el portal”. “Hice un dulce de coco. Le di un poquito en el almuerzo. Está en el frío. Come y llévate lo que quieras”, contestó en voz baja la anciana con el ánimo de apaciguar a la joven. Los grandes ojos la recorrían de los pies a la cabeza. No le dio tiempo a que saltara en nuevos regaños y supo encontrar firmeza en la voz en la ilusión de terminar el diálogo:
–Durante sesenta años el trabajó para que no me faltara nada y ahora me toca ayudarlo.
–Si continúas con esos excesos, te morirás primero que él.
–Lo esperaré en el cielo como dice una vieja canción.
Ninguna de las dos enfrentadas mujeres, advirtió que hombre y animal las escuchaban desde la puerta. Lágrimas en los ojos de él y alegría en la cola movida del perro.

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