Un aprendiz de martiano
17 de febrero de 2018
|Esta, la tercera visita a la casita. Siempre en días fuera de conmemoraciones en que adultos y menores se amontonan. Los abuelos recordaban la primera. Al niño le extrañó como el nené Martí podía comer con una cucharita tan chiquita si el en el círculo comía con tenedor. La abuela le explicó o trató de explicar, era difícil trasladarle las costumbres del siglo XIX a este párvulo de deditos adaptados a las teclas. En la segunda, ya leía de corrido y el regreso constituyó un premio por las buenas notas obtenidas. No hizo preguntas. Atento atendía a las explicaciones del especialista que encabezaba al grupo. Y después en la casa, junto a los abuelos leyó algunos versos sencillos, elegidos por ellos. Esta visita tercera, la programó él. Debía redactar una composición en que definiera las cualidades de un buen martiano. Y con mala gana aceptó la compañía de los abuelos. Ya tenía diez años y atisbos de las características adolescentes. Esta vez a los abuelos les tocó permanecer en silencio y observar cómo tomaba notas.
A la salida, el nieto adelantó el paso en sus nacientes ansias de independencia. Frente a ellos, en sentido contrario, venía un hombre, lata de cerveza en mano, quien tragó el último buche y lanzó el envase a la acera. El niño en su aguda voz de diez años y alzado el tono, convencido de propiciar una escucha atenta, le dirigió un “Señor, recoja esa lata. ¡No ensucie nuestra ciudad!”. La respuesta del aludido en risotada acompañante de la palabra soez, hizo temer a la abuela otra reacción peor al pasar junto al nieto. El abuelo también se puso en guardia, pero ninguno suplicó al pequeño el regreso junto a ellos. Sí, apuraron el paso.
Hombre y niño enfrentaron miradas. Este alumno de cuarto grado con sus notas en la mano y la frente alzada, era una provocación para quien desconoce las normas de la civilidad. “Este enano tiene pintas de guapo y bien se merece un trastazo”, pensó el hombre. “Si tuviera unos añitos más”. Decidió continuar su camino y escupió en el suelo al pasar junto a los viejos. La anciana apretó el brazo del abuelo para que no pronunciara siquiera una palabra. El aspecto de aquel sujeto la hacía temer una agresión física.
El viento arrastraba la lata hacia la casita. El niño la recogió. Tenía los ojos húmedos por unas lágrimas desconocidas. Sabía de lágrimas por los dolores de una pierna lastimada en una caída, por la muerte de su gato negro, por el gol que el empujón de un amigo le frustró. Estas lágrimas le adelantaban conclusiones de Martí que todavía no conocía. Esos dos bandos en que marchan los hombres de todas las épocas. Los que aman y fundan. Los que odian y deshacen.
El niño no pronunció palabra. En la próxima cuadra halló un contenedor y depositó la lata de cerveza, más aplastada ahora por la presión de sus manos.
Los abuelos comprendieron. La semilla sembrada en él, fructificaba. Era un aprendiz de martiano.
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