Thomas Merton visita Camagüey
31 de enero de 2014
|Thomas Merton llegó a Cuba en abril de1940, poco después de Pascua; había sido operado, le quitaron la apéndice, y quería reposar, además de encontrar rumbo a su vida. Sería sacerdote católico, estaba decidido, pero se debatía entre los franciscanos o los trampeses. El dinero le alcanzaba para viajar a México o a Cuba, pero optó por la ínsula, y decidió bien: aquí encontró, según sus propias palabras, “una isla brillante donde la bondad y solicitud me acompañaban a donde quiera que dirigiese mis débiles pasos alcanzaron su grado máximo”.
Él llamó a su estancia aquí “vagabundeo”, pero hay que dejarlo explicarse porque parecería que estamos delante de una “de aquellas peregrinaciones medievales que consistían en nueve décimas partes de vacaciones y una décima parte de peregrinación”. Y no, él poeta vino a Cuba a “hacer una peregrinación a Nuestra Señora del Cobre”, es decir, no estaba aquí para escapar, sino que había venido a encontrarse con la Virgen, con la patrona que nos dimos los cubanos.
Eso explica el nivel de exaltación que se respira en su diario y la deformación que sufre La Habana y la Cuba de 1940 cuando él la describe, tanto es así, que años después al hablar de su experiencia aquí reconoce que le acompañó cierta dosis de “inmunidad frente a la pasión o el accidente”.
Nuestro poeta realmente no vino sino que fue traído. ¿Traído a qué? A que le contestaran ciertas preguntas, pero, sobre todas las cosas, por la necesidad de un ambiente católico, porque, sostenía, “antes de que haya alguna posibilidad de una experiencia completa y total de todos los goces naturales y sensibles que desbordan de la vida sacramental” era necesaria la atmósfera del catolicismo francés, o italiano, o español. Se desprende que esa vivencia era un imposible en la sociedad norteamericana, luego entonces había que buscarla en Cuba, que profesaba todavía un catolicismo de signo muy español, a pesar de los treinta y ocho años de “república”. Aquí describe iglesias “cargadas de impetuoso dramatismo español” en las que encuentra “en todos los rincones a cubanos en oración, pues no es verdad que los cubanos descuiden su religión…o no es tan cierto como complacientemente piensan los norteamericanos, basados sus juicios en las vidas de los jóvenes ricos y lívidos que vienen al norte desde esta isla…”
Sin cometarios. Aunque vale la pena que hagamos algunas precisiones. El cubano ciertamente “no descuida su religión”, pero ¿de cuál religión hablamos? De la suya propia, de su imaginario, de la que nace de la rara combinación del bautismo católico por tradición y el anticlericalismo por cultura. Pero eso seguramente es tema para los científicos sociales. ¡Zapatero a tus zapatos!
Hay otro elemento que le cautiva de Cuba: el idioma. A Merton el castellano le parece una lengua fuerte, ágil, precisa, “con la cualidad del acero, que le da la exactitud que necesita el verdadero misticismo”, pero que es a su vez suave, gentil, cortés, devoto, galante y suplicante. Aquí fue un príncipe, un “millonario espiritual”, rodeado de seres humanos que resistían el ruido persistente y estridente de la ciudad.
De La Habana, va a Matanzas, a Camagüey y a Santiago de Cuba, atraviesa, en un bárbaro ómnibus, la isla, pero la ve “gris aceitunada”, ¿sería acaso daltónico? Esta isla es verde, inmensamente verde, al menos así me lo cuentan los que cosas verdes ven. Yo la veo también gris aceitunada y soy daltónico.
Thomas esperaba ver a la Virgen en algún árbol del camino, pero no la vio, bella, en ninguno de los ceibos.
En Matanzas va un parque, no dice cuál, pero Cintio Vitier afirma que es el Parque de la Libertad, donde la gente gira como manillas de reloj, mujeres a compás y hombres a contracanto. Seguramente miradas furtivas, pequeños roces, un guiño, una tos nerviosa, una sonrisa detrás del abanico. Tom convoca una pequeña multitud y en nuestra lengua les habla de su fe; una escena tierna y conmovedora, ciertamente infantil. Uno dice, no sé por qué lo imagino viejo y mulato, que Merton es “un católico muy bueno”. Duerme feliz en Matanzas, en el Hotel Louvre, le gustó el elogio.
Sus pasiones, que no alborotaban, regresaron en Camagüey, despertaron, pero no tenía por qué preocuparse, Santa María del Puerto del Príncipe no era un “lugar peligroso”. Yo que soy de allí me limito a decirle a Tom que no ande en esa gaveta, que no toque esa tecla, que mejor dejamos las cosas como están, que pueblo chiquito es averno grande, aunque aquella, mi ciudad, no es tan pequeña como la pintan ni tan grande como hubiéramos deseado. Es gracioso su dibujo: “ciudad muy insípida y soñolienta…en donde prácticamente todo el mundo estaba en cama a las nueve de la noche”.
Allí, estuvo a Santa Teresa de Ávila, “bajo las palmeras grandes y magnificas de un jardín enorme que tenía enteramente” para él. Vitier, que pasó su luna de miel por esos lugares, cree que Merton se refiere al Casino Campestre, parque lleno de árboles de diversas especies, el más grande de Cuba, en el que está un ceibo, “El árbol de la República”, como lo llama el poeta Rafael Almanza; pero creo se equivoca. El Casino es parque no jardín, las palmas sólo guardan la avenida que actualmente conduce al estadio de pelota y que, por la costumbre que han tenido las tiñosas de tomarlas por casa, nada de admirable ofrecen: por debajo de ellas hay que andar en marcha apurada, no se puede leer, además bajo las palmas -flacas, pestilentes y manchadas- no hay bancos. Más parece que nuestro amigo describe los jardines del antiguo Hotel Camagüey, antes Cuartel de Caballería del Ejército español y hoy Museo Provincial Julio Antonio Mella. Es un jardín de palmeras enormes, con bancos y una fuente recoleta en la que un niño de mármol orina con inocente desfachatez. Rodeado de arcadas de medio punto, es un lugar solitario y silencioso, propicio para la lectura en la que uno tiene la sensación de que el mundo es suyo y sólo suyo. El casino quedaba en las afueras del Camagüey de los años 40, el Hotel a dos cuadras de la Terminal de Ferrocarriles y a unas cinco o seis del lugar desde el que llegaban y salían los ómnibus de la línea Santiago-Habana en la calle Avellaneda. Además, para leer en el Casino hay que disponerse a viajar, los hoteles de la época estaban distribuidos en las calles República, Avellaneda, y Maceo, y el Hotel Camagüey estaba en los inicios de la Avenida de los Mártires.
A favor de la hipótesis de Vitier está la devoción de Merton por la Virgen de la Caridad, motivo de su peregrinar. Para ir a saludarla en Camagüey hay que atravesar una avenida y llegar a un barrio, los de la Caridad justamente. A su costado está el Casino Campestre. Era una zona bien comunicada, los tranvías, los coches, los ómnibus, todo llegaba hasta allí, en esa zona estaba la Colonia Española, un hospital de prestigio; pero el poeta no menciona esa iglesia, sino otra del centro, la de Nuestra Señora de la Soledad, advocación rarísima, que le acompañó siempre. Si Merton hubiera ido al Casino Campestre hubiera visitado al Santuario, uno de los más antiguos del país dedicados a esa advocación mariana, si lo hubiera conocido lo hubiera descrito, tenía un altar mayor de plata pura y gruesa, muy barroco, dicen que hermoso, del que sólo quedan pedazos, obra de unos curas belgas a los que les urgía la entrada del Concilio Vaticano II en la Villa allá por los últimos sesenta.
Veamos a Thomas Merton describir mi amada parroquia: “…encontré una iglesia dedicada a la Soledad…una pequeña imagen vestida, en una hornacina sombría: apenas podía uno verla. ¡La Soledad! Una de mis mayores devociones; no se la encuentra, ni se oye nada acerca de ella en este país – se refiere a USA-, excepto una antigua misión de California que fue dedicada a ella”. Realmente la imagen no es tan pequeña, tiene unos 150 o 175 cm de altura y con el manto abierto, de terciopelo negro bordado en oro por monjas catalanas, otros tantos. Es un esqueleto de madera del que solamente vemos la cara y las manos. Por debajo, que es un busto, la Virgen tiene senos que casi nadie ha visto, pudorosamente se le cubrían con un corpiño y cuando se le iba a vestir mandaban salir a los intrusos. Estaba en esa época ya en un nicho bien iluminado, aunque las luces sólo se prendieran durante las misas, lo sé de cierto por el padre Miguelito Becerril y por Fausto Cornell, dos de mis amados amigos difuntos. La iglesia tenía el piso de lozas grandes de barro cocido y las paredes blancas, pintadas con cal. Merton no debió haber oído misa allí, hubiera recordado el poderoso órgano Hamont – inexistente hoy- o descrito las tres naves totalmente llenas de luz.
La estancia en Camagüey del futuro poeta y monje fue breve, pronto sigue rumbo a Santiago de Cuba. Posiblemente saliera por los lados de la Terminal de Trenes, más abajo, en la calle Avellaneda, en el cuchillo que formaba un hotel y en el que se posaban los ómnibus. Los chóferes de entonces serían muy parecidos a los de hoy, pues esa es una especie de pocos cambios: camisa de mangas largas, bajo ella la camiseta Perro, blanca y de botones dorados, corbata, reloj de bolsillo y leontina de metal barato, y seguramente por algún lado Cachita o Santa Bárbara, en medallón escandaloso o estampita borrosa. A voces, los auxiliares anunciaban las salidas.
“Finalmente, mi ómnibus marchó rugiendo a través de la llanura seca, hacia la muralla azul de las montañas: Oriente, el fin de mi peregrinación”. Dice Thomas y la bestia avanza. La vemos, seguramente es abril o mayo de 1940. Un pequeño detalle, la realidad se burla, le hará piruetas al muchacho que se atreve, aún años después, a anunciar que Oriente es el fin de su recorrido, cuando apenas es aperitivo de lo que vendrá después.
Merton tiene las mismas ilusiones y exaltaciones de los viajeros europeos que llegan al Nuevo Mundo, solo que en el siglo XX. Nos pinta la ciudad de hablares antañones y a la ínsula brillante; deja un testimonio que, setenta y cuatro años después, hace que evoque y celebre la Villa que me viera nacer, que me hiciera un ser humano que sabe su raíz y que espero que algún día reciba mis jugos, pues ellos le pertenecen desde la eternidad.
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