Thomas Merton en Cuba (I)
11 de diciembre de 2015
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Thomas Merton o la semilla de Fray María Louis o el proyecto del Padre Tom, estuvieron aquí. Tres que son uno: poeta, monje y místico. Roble, madera tallada, carbón ardiente. Los ojos que vieron Cuba estaban listos, ya atendían. Llegó en abril de1940, poco después de Pascua. Había sido operado de apendicitis y quería reposar, además de encontrar rumbo a su vida. Pretendía ser sacerdote católico, pero dudaba si esa vocación debía encarnarse entre los hijos de San Francisco o los de San Bernardo.
El dinero le alcanzaba para viajar a México o a Cuba, optó la “isla brillante”, y decidió bien. En su diario describe una Habana “bañada de éxito, una buena ciudad, una ciudad real”, en la que ve“abundancia de todo, inmediatamente accesible y, hasta cierto punto, accesible a todos”. El hasta cierto punto lo salva de la visión del turista.
Recuérdese que 1940 es el año de la Constitución que convocó la participación de los sectores más diversos; recuérdese, además, que por la guerra en Europa y la distante mirada de los Estados Unidos que no entraban aún en el conflicto, la industria azucarera cubana estaba en época de vacas gordas, además de que se vivía bajo una aparente estabilidad democrática y económica. Eso hacía que él viera una ciudad ruidosa, llena de faroles, de negocios, de bares y cantinas, en la que, sin embargo, no puede percibir lo que se hallaba detrás y en las bases de aquel “bienestar”.
La exaltación espiritual del futuro poeta y monje le juega una mala pasada y en su diario pinta una ciudad reconocible solo a trancos, especialmente cuando a la puerta de las iglesias ve que “no faltaban los mendigos”. Ellos hacen la diferencia.
Como lo más interesante será que nos acerquemosa nuestro visitante por lo que dice o es, y no a través de notas y referencias bibliográficas, prescindiré de estas y me impondré el hábito de citar in extenso sus Diarios (1939-1968) o La Montaña de los Siete Círculos ( 1947) –ambos con múltiples ediciones–, advirtiendo, eso sí, que lo haré de manera más literaria que científica, intentando facilitar el disfrute al “hombre cotidiano”, que también es un lector competente pues lee, sin muletas, los signos de la vida, cuanto más garabatos e imágenes.
Volvamos a La Habana y veámosla con los ojos de Tom, un muchachode 25 años, católico converso, que quería seguir un camino alto.
La Isla es un misterio, La Habana un acertijo para él:
La animación de los bares y cafés no está secuestrada tras las puertas y los vestíbulos: todos ellos están ampliamente abiertos a la calle, la música y las risas llegan a la calle, y los peatones participan en ella, de la misma manera que los cafés participan también en el ruido, las risas y la animación callejera.
Esa es otra característica de la ciudad de tipo mediterráneo: la completa y vital compenetración de todos los ámbitos de la vida pública y comunitaria. La vida real de estas ciudades se encuentra en la plaza del mercado, en el ágora, el bazar y los soportales.
Vendedores de billetes de lotería, de tarjetas postales o de ediciones extraordinarias de periódicos vespertinos (casi a cada minuto aparece la edición de algún periódico) entran y salen de la multitud y de los bares. Bajo los soportales se instalan músicos que cantan o tocan algún instrumento para desaparecer después.
Si estás comiendo en una mesa de las terrazas de la plaza, participas de la vida de toda la ciudad. A través de los soportales puedes ver, recortada contra el cielo, una musa alada de puntillas en la parte superior de las cúpulas del Teatro Nacional. En la parte baja, los árboles del parque central: y todo el mundo parece estar circulando a tu alrededor, a pesar de que los viandantes literalmente no vienen ni van de las mesas en que se sientan los comensales, que comen sabrosos platos de judías negras o pintas.
El alimento es abundante y barato: pero es que, además, sino tienes dinero, no tienes que pagar por él, porque es de todo el mundo, se desborda e inunda las calles. Tú animación no es algo privado, pertenece a todos los demás, porque cada uno te lo ha dado a ti en primer lugar. Cuando más observas la ciudad y te mueves por ella más amor recibes de ella y más amor le devuelves y, si así lo deseas, pasas a formar parte integrante de ella, de todo el complejo abanico de alegrías y ventajas, y esto, después de todo, es el modelo mismo de la vida eterna, un símbolo de salvación. Esta pecadora ciudad de La Habana está construida de tal manera que, cualquiera que sepa vivir en ella, puede interpretarla como una analogía del reino de los cielos.
El entusiasmo, su vida balanceándose entre la bohemia europea y el mundo escolar de los Estados Unidos, y, por qué no, lo libresco, hacen que Merton vea sin ver, y reconozca solo fragmentos de una polis en la que conviven el cuerno de la abundancia y el bárbaro noble, generoso, donde el sufrimiento y la inequidad no existen y todo parece oler a frijoles y la gente bebe en la Fuente de la Eterna Juventud.
Más que una ciudad real creo ver en sus apuntes un territorio imaginario, mezcla de la Utopía de Moro, la Ciudad del Sol de Campanella y la Civitasdei de San Agustín. No aparece nunca el olor del arroz blanco, huevo y plátanos fritos de las apuradas muchachas de los Barrios de Colón y San Isidro, tampoco la ausencia de olor a comida o el mal olor de los hacinados solares centro habaneros, ni el rictus de la Timba, El Fanguito,no escuchamos el grito de Pogolotti, barrios de negros y de obreros.
De todos modos algo se filtra, la sensibilidad del poeta y el místico están agazapadas. Los vendedores de periódicos entran y salen en busca del centavo salvador, los músicos fantasmagóricos cantan y tocan, aparecen y desaparecen, artistas del rebusque y la lucha, los vendedores de billetes se llevan la suerte tras sus pasos y voceos. Están en las páginas del diario de Merton, en su memoria y en su corazón, de modo que después limpiará sus ojos de las escamas de la apariencia logrando entender el devenir de la Isla. Los renglones torcidos, ¡perdón Teresa!, se convertirán en escritura derecha. Tengamos paciencia.
Por ahora vayamos al paisaje real que también pinta: una urbe en la que lo público y lo privado se mixturan, se confunden con algarabía y desparpajo, una Habana en la que de balcón a balcón se lanzan piropos, improperios, ensalmos y polvos de brujería, una en la que el choteo y la risa conjuran la frustración y el dolor. Ciertamente La Habana, territorio en el que se despliega el ideario insular, es una ciudad de puertas abiertas, capaz de la acogida y la asimilación, en donde uno puede tener intercambio con cualquiera, donde se hacen pocas preguntas y se enuncian excedidas respuestas, donde nadie es huésped, extranjero, sino familia, compadre, contertuliano.
La cita larga viene de su diario, sin embargo en la autobiografía, rebosando de sustancia, el autor filtra otras apreciaciones:
No creo que un santo que hubiera sido elevado al estado de unión mística pudiera cruzar las calles peligrosas y lupanares de La Habana con una contaminación notablemente menor de la que parezco haber contraído yo.
El diario, escritura súbita, generalmente más centrada en la emoción y la inmediatez que en la reflexión, entra en contradicción con la autobiografía, género en el que se habla de lo pasado, de lo sentido, ya en conexión con la cabeza. Es por eso que en La Montaña… se describe una Habana grata, acogedora, escenario de su “vagabundeo” místico pero que tiene calles peligrosas y antros que la hacen irreconocible en aquella “analogía del reino de los cielos” que aparece en el diario.
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