ribbon

Quien no se atreve

22 de octubre de 2021

|

viejosRecordaba la fecha. Primero de marzo del dos mil veinte. Ella lo llamó para despedirse. Despedirse por corto tiempo y esas últimas palabras las pronunció con voz de pilluela. Iría a resolver todos sus asuntos, a dejarlo todo claro con la familia. Sabía lo que le esperaría dentro de unos años. El hijo la depositaría cariñosamente en un cómodo avión. Lo mismo que le harían sus hijos a él, años después. Ella tenía una buena jubilación y unos pesos guardados porque la tienda de artesanía fina con clientes de bajos ingresos daba dinerito. Hay pobres que en lugar de pensar en el futuro, les da por presumir y botan los pesos, dijo en ese tono sentencioso que él siempre admiró. Y continuó. La tienda la dejaría a la nieta, tenía cabeza para los negocios. Y cuando terminaba las clases en la universidad, venía a ayudarla. El anciano permanecía silencioso. La dejaba integrarlo a su futuro con ciertas insinuaciones cada vez más directas. Siempre, desde que era la niña rubia compañera de escuela y de barrio del mulatico adelantado, ella lo incluía en sus planes. Y siempre él, temeroso, trataba de escabullirse.
Desde el primer grado, aquella rubiecita fue la mejor estudiante. La que le repasaba las tablas de la Aritmética, la que lo ayudaba a escribir las composiciones, La que le sopló el nombre del río mas largo de Cuba el día de la inspección escolar y los dos, estuvieron de pie en la dirección hasta que los padres se presentaron. A él le tocaba hacerle las tareas de dibujo porque con los lápices de colores él era el mejor. Y la rubiecita le decía que él sería un pintor famoso aunque él sabía que le tocaría la grasa de mecánico igual que a su padre y a su abuelo. Juntos llegaron hasta la Escuela Superior y él continuó siendo el depositario de sus sueños de triunfo. Y allí cada uno tomó su camino. Él al taller de su destino previsto, ella al bachillerato hasta que junto a sus padres, marchó al extranjero. A las familias nunca las unieron lazos estrechos, pero ellos adolescentes, se despidieron en un abrazo con lágrimas. Y la rubiecita lo besó y él sintió el beso donde no quería sentirlo y cayó las palabras en ese afán de escaparse de ella. Siempre escapándose de ella.
Un día, abrió la puerta y se encontró a una anciana elegante de pelo teñido de un rubio recordado. Siempre la más decidida, se lanzó al abrazo contestado con la vacilante fuerza de la senectud. Y ella contó su historia de seguridad financiera y altibajos amorosos. Él se confesó el de siempre. Las mujeres no tuvieron suerte con él, incapaz de pronunciar la última palabra para una relación seria. Solo aventuras esporádicas, vacías de huellas para recordar. De nuevo, la rubiecita tomaba la delantera y lo convertía en su acompañante en el nuevo descubrimiento de La Habana, una Habana redescubierta también por él, encerrado en la casa donde transcurrió una desabrida existencia. ¿Podría redescubrirse él? Cuando disminuían sus indecisos pensamientos, esta vez se le atravesaba un virus que alargaba la promesa de la vuelta por más de un año. La nueva llamada le despertaba la espera. Regresaría en noviembre, ya estaba vacunada y con todos los asuntos resueltos. Para esa fecha, él también estaría vacunado y esperanzado por primera vez. Aceptaría el dominio de aquella rubiecita teñida encaprichada en hacerlo feliz. A la tercera, sería la vencida y no se escabulliría esta vez.

Galería de Imágenes

Comentarios