Paderewski (II)
10 de febrero de 2025
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En honor a la verdad, la presentación en la Habana del gran músico polaco no fue una de los más afortunadas de su existencia, como dijera Alejo Carpentier.
Al gran Paderewski, en el Nacional, apenas asistió público. Incluso le tiraron pajaritas de papel sobre su piano de cola, y su partida había sido interpretada groseramente por un periodista: “el rompeteclas no ha sacado ni para la fuma”, es decir, que no había ganado ni un centavo.
“(…) Entonces en aquella época –así lo cuenta el autor de El siglo de las luces – los programas eran muy largos, eran unas tiras de papel así de este largo, y un tipo de la cazuela se le ocurrió hacer una flecha e hizo así, y mientras estaba tocando él -yo no sé qué sonata de Chopin- la flecha dio tres vueltas en el teatro y cayó sobre el piano. Paderewski, que vio aquello, francamente, le pareció excesivo que encima de que nadie iba le estaban tomando el pelo, se levantó y se fue, y anunció que se iba de Cuba”.
Pero hubo más. Hospedado en el hotel Sevilla, apenas salió a la calle – él tenía una gran melena gris, que le caía sobre los hombros- unos niños con total falta de respeto le gritaban: “Polaco, pélate”.
Sin embargo, nueve años después Paderewski regresó.
Llegó a La Habana el 15 de febrero de 1926 y se marchó el 22, luego de dar dos conciertos vespertinos en el teatro Payret, de la esquina de Prado y San José, los días 17 y 19 de febrero de ese año.
Murió en los Estados Unidos en 1941 y se le enterró en el Cementerio Nacional de Arlington, en Washington.
A la muerte de este artista, considerado por muchos como el primer pianista del mundo, escribió Alejo Carpentier:
«Más cerca que nadie de Federico Chopin ha estado Ignace Jan Paderewski, el genial pianista polaco que acaba de morir. Más cerca que nadie, pues si Chopin ha sido el compositor romántico por excelencia, Paderewski fue su más excelso intérprete. Paderewski no lo negaba. No le gustaba la música moderna —es decir, la que escribían sus contemporáneos.
«En los últimos años de su vida incluyó, a regañadientes, algunos Preludios de Debussy en sus programas. Pero, hasta entonces, su gesto interpretativo más audaz se manifestaba cuando, con el pulgar hundido en el teclado, producía los glissandi del Nocturno a Ragusa de Ernst Schelling, su mejor amigo norteamericano… Pero, en cambio, cuando acometía la empresa de poner toda su sensibilidad, todo su sentido poético, en los 24 Preludios del gran tísico de la Cartuja de Valdemosa, transformaba el piano de cola en un formidable monumento sonoro, vasto como una obra de gigantes.
Sus versiones de las Sonatas de Chopin eran una labor épica […]. Y es que Paderewski era un romántico. El último romántico. Uno de los
pocos pianistas contemporáneos que habían conocido a Liszt y a Busoni, y podían jactarse de haber recibido sus enseñanzas.»
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