Ojos pecadores
27 de febrero de 2021
|Nuevamente le repitió a la esposa que no quería visitas. Las vecinas, algunas discretas y otras atrevidas, coincidirían en la misma pregunta. Querrían conocer el cómo, el cuándo y el dónde le ocurrió el accidente. Y los amigos, todos ya operados de cataratas, le insinuarían que ya la vista le había empezado a fallar. Porque él presumía de su visión perfecta que lo salvaba de las aceras ahuecadas y los regalitos madrugadores de los perros. Y además, eso de partirse la cadera era cosa de mujeres porque pierden el calcio de los huesos con eso de la menopausia. Y vendrían las risitas y las preguntas del cómo le iba con el orinal del nieto y si ya le habían conseguido el bastón que tendría que utilizar.
Y no estaba para risitas. Con la buena noticia del resultado feliz de la operación quirúrgica, le notificaron que le vendría encima un proceso de ejercicios de rehabilitación. Y lo peor, un tiempo con un bastón en la mano que le recomendaron con una sonrisa adicional: Lo ideal sería en incorporación eterna hasta el acto final de la incineración. Ese futuro para él, tan orgulloso de su caminar erguido y su visión perfecta, tan perfecta que precisamente los balcones de algunos edificios, le provocaron la caída.
La Habana es ciudad de balcones y de sábanas blancas. Desde que abrió los ojos en el siglo pasado, aprendió a caminar debajo de esos balcones y vio hervir a su madre las sábanas blancas. Al paso del tiempo, las sábanas se colorearon y continuaron en los balcones. Pero los balcones cambiaron. Mejor dicho, cambiaron su fisonomía. Antes, en nombre del pudor de la época, en cualquier tipo de balcón, con cualquier tipo de material, ya sea de una tabla vieja, un cartón con un anuncio comercial o una cortina confeccionada en casa, se tapaban las aberturas de los balcones. Así, las señoras que detenían al vendedor de frutas porque bajaría el hijo o la quinceañera que esperaba el paso de aquel muchacho que le enviaba sonrisas cuando salía del trabajo, con esas armaduras contra los ojos ávidos, se cubrían las piernas. Y recordó cuánta pierna deseó descubrir en aquellos tiempos y se quedó con las ganas. Y la costumbre de atisbar los balcones, lo acompañó hasta el nuevo siglo.
Muchos balcones del siglo XX continuaban en uso en el siglo XXI habanero. Y entraron en la moda de descubrir secretos personales en la red y descubrir zonas del cuerpo anteriormente escondidas. Y así, los balcones se libraron de tablas y cartones. Y él no perdió la costumbre de mirar hacia arriba no para comprobar el aviso del tiempo. Aquilataba todavía el volumen de las pantorrillas, de los muslos al aire, escapados de los shorts. Como en los balcones también hay macetas y a las macetas se les echa agua, aquel día aquella muchacha se inclinó demasiado y él absorto, olvidó el hueco de aquella acera y cayó por culpa de sus ojos veinte veinte a pesar de sus setenta años cumplidos.
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