Moneda falsa
31 de enero de 2022
|Esa sonrisa ácida en los labios de la nieta, porque hay también sonrisas ácidas y revelaban que traía un as de triunfo en las manos. En los últimos tiempos, siempre con palabras respetuosas de por medio, se enroscaban en discusiones en que nunca arribaban al acuerdo y nunca, también, terminaban disgustadas. Quería pensar para su alegría interna que para esta joven cercana a los treinta y ya preparando un máster, esas apreciaciones con que sostenía sus ideas, eran meros ejercicios mentales que les nacieron en tiempos de pandemia para eludir el encerramiento. Sustituida esa sonrisa por las palabras, palabras evocadoras de la infancia, esta vez la anciana pensó que eran equivocadas sus primeras apreciaciones, provocadas por la sonrisa y entonación que calificaba de ácidas. En los recuerdos de la niñez, quedaban atrapadas las dos entre las dulzuras de paseos dominicales más azucarados por las anécdotas contadas por ella que por los dulces devorados por la niña.
Ahora la nieta evocaba a aquella otra niña de su misma edad, hija de un compañero de trabajo de esta abuela que ahora sonreía atrapada por alegres imágenes archivadas. Recordaba a aquel joven dicharachero que tanto apoyó en la empresa porque este titulado no era brillante y tenía en su contra unos modales y lenguaje que lo deslucían. Y a la vez que lo adiestraba en la profesión, como corrige una madre a un niño malcriado, lo enseñaba a usar los cubiertos, no hablar con la boca llena, para así librarse de miradas inoportunas en el comedor de la empresa. Le tomó tanto aprecio que sabiendo que tenía una hija de un matrimonio desbaratado, lo incorporó a él y a la niña a los paseos familiares del domingo. Porque el domingo, esta nieta era de ella y juntos todos disfrutaron del Zoológico, el Parque Lenin, el Jardín Botánico, los delfines. La nieta le interrumpió la larga fila de recuerdos y la invitó a acercarse a su computadora. Por el milagro de las redes, había encontrado a su antigua compañera dominical y de las fiestas de cumpleaños.
Embelesada todavía, marchó la abuela junto a la nieta. Aquel compañero se le había perdido. Alguien le dijo un día que había marchado al extranjero. Nunca lo confirmó. Otra vez, la sonrisa ácida apareció en el bello rostro de la nieta mientras buscaba un sitio en Internet. Como la conexión estaba de buenas, apareció la página. No había dudas, ese era el nombre y aquellos ojos grandes y penetrantes, los de la otrora niña. Veían una esbelta joven que mostraba la ropa escogida para el invierno con zapatos y carteras incluidos. Hasta la ropa interior de encajes aparecía. Y la foto del padre al lado del auto de último modelo comprado y con las llaves en la mano para asegurar que era el legítimo dueño. Y vinieron las imágenes del nuevo mobiliario de la casa y la piscina.
La nieta se borró la sonrisa ácida porque sintió cierta pena por la abuela paralizada en los recuerdos. La conocía bien. No era envidiosa. Se alegraba del beneficio económico de los demás siempre que fuera bien habido. Sabía que la desconcertaba esa exposición de los bienes ante los demás. Y prefirió callar lo peor de aquel encuentro virtual. Cuando en nombre del cariño les escribió y se identificó, su antigua compañera de paseos dominicales alegó que ella estaba confundida. No la conocía.
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