Miguel Matamoros o la plenitud del son (II)
15 de diciembre de 2021
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Aparejado a ello, en muchos textos de sus producciones de boleros y canciones, queda enunciada una dramaturgia encubridora de algunos velados alientos eróticos, como puede apreciarse en el bolero “Dulce embeleso”:
Para asombro de algunos les diré que la abultada carpeta autoral de Miguel Matamoros rebasa las 200 composiciones, y que sus valiosas grabaciones discográficas –iniciadas en 1928 en la ciudad de Camden- conforman un catálogo que supera los 250 registros fonográficos -algo asombroso para la época–, distribuidos en sones, boleros, boleros-sones, guarachas, guarachas-sones, afro-sones, criollas, habaneras, corridos, congas, rumbas, pasodobles…
En cuanto a la inquieta vida musical de Matamoros, esta se perfiló en un ambiente de carácter estético cambiante, agitado y que de cierta manera, marcó su creación hasta el lamentable momento de su desaparición física.
Como algo muy personal, se reconoce en su impulso artístico la propuesta de una meta no siempre alcanzada por muchos de sus contemporáneos: la frescura.
Ni el paso del tiempo ha empañado en su obra la alegría de vivir de manera sana y optimista, factor este que ha contribuido de manera notable a la trascendencia de sus composiciones.
La figura de Miguel Matamoros no solo reúne en sí una estrecha armonía artística y recio temperamento imbuido por lo cubano. En ella además, convergen alientos tímbricos, melódicos y rítmicos, bebidas en lo más raigal de la música del oriente del país –en especial del son. Por todo esto, su obra musical despide donaire y un sello especial en el que gracia, elegancia y tipicidad, facturaron el más puro sabor cubano arropado por un serio carácter lírico-bailable.
En las postrimerías de la década de los años 30, el son había llegado a un clímax de aceptación inobjetable, tanto en los entonces numerosos y populares espacios para bailar, como en los amplios y poderosos medios radiofónicos. Entonces las principales etiquetas discográficas se disputaban para sus catálogos, no tan solo las virtudes artísticas del Trío Matamoros, sino también un especial interés por la carpeta autoral de Miguel para grabarla en las voces de otros valiosos talentos artísticos, tanto nacionales como extranjeros.
El espectro musical cubano en estos años legitima la impronta de los formatos instrumentales músicos conocidos como “conjuntos-orquestas” o simplemente “conjuntos” –la inmensa mayoría de ellos era el resultado de la ampliación instrumental de los ya tradicionales septetos de sones-, y aunque Matamoros en principio aceptó este boom, lo cierto es que la amplitud diseñada por él a su septeto en 1937, presentaba una disposición atípica con relación al uso–clarinete, tres, un cuatro, trompeta, en ocasiones un bocú, un curioso “violón”, y hasta una corneta china, formato al que luego incorporaría el piano.
Resulta evidente que con esta distribución instrumental, Matamoros deslizaba una conservadora e inusitada diversidad tímbrica en la sonoridad musical vigente del entrecruce de las décadas treinta y cuarenta del pasado siglo. Estos elementos, inalterablemente incorporados de manera básica al “código matamorino”, preservaban el respeto por las ya mencionadas figuraciones rítmicas de antecedente bantú arrancadas a la guitarra acompañante; y el inconfundible “rebombar” de las maracas y la voz segunda.
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