María de los Ángeles Santana (XXV)
6 de septiembre de 2019
|
Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.
Continuamos hoy el capítulo en que la Santana hace alusiones a sus pasatiempos durante los años juveniles en la barriada habanera de La Víbora.
Así fui yo. Una muchacha que necesitaba verse en constante acción con la bicicleta, los patines, el basket ball o encaramada en una mata de mamoncillo que crecía al fondo de mi casa de Lawton. De pronto, mi vida comenzó a tomar su nivel, para tranquilidad de mi madre, que, a veces, me miraba fijamente, mientras tal vez se preguntaría: «¡Dios mío, ¿tendré una hija marimacho?!» Me transformé en una joven amante de la feminidad y que le concedió atención mayúscula a la música al mamá darme también clases de canto en las cuales me fueron útiles las de piano, esencialmente por la afinación, puesto que en el piano hay que ser exacto, no se puede confundir la tonalidad de un bemol con un sostenido.
Creo que cantaba antes de hablar correctamente, por ser lo que con frecuencia oía en mi casa, al mamá impartir sus clases, y cuando la música hermoseó mi adolescencia aproveché la oportunidad de recibir los conocimientos maternos de esa materia, de asimilarlos lo mejor posible. Y esas clases me resultaron valiosas, pues en la Víbora de mi juventud nos dimos a la tarea de reunirnos en diferentes casas un grupo de muchachos y de muchachas para hacer música, algo que ahora se ha perdido por la agitada vida que se lleva y quizás hasta muchos lo consideren una pérdida de tiempo.
Sin embargo, en aquellos años no lo contemplábamos de ese modo. Nos preparaban jugos de frutas, se recitaban poemas, se tocaba la guitarra y cantábamos acompañados por ella. Para nosotros era un jolgorio, y a pesar de que no poseíamos un absoluto dominio de las zarzuelas, sainetes, operetas y revistas que se presentaban en esa etapa grandiosa del teatro cubano, sí sabíamos algunos de sus pasajes. Tal vez los copiamos y aprendimos con defectos, pero nos los admitían con agrado en las distintas casas que visitábamos a partir del pretexto de un cumpleaños, un santo o cualquier fecha digna de recordarse. Desde entonces varias familias de la Víbora empezaron a decir:«¡Que venga el grupo de la Santana!» Y para allá iba la Santana con sus amistades y la guitarra a cuestas.
Debo aclarar que, además del piano, había empezado a recibir clases de guitarra de Miguel Soravilla que, sin proponérselo, me hizo percatar de la determinante influencia que la música ejercería en mi destino. Después de la muerte del abuelo Andrés, mi abuela Adela nos visitaba a menudo en La Habana, y desde los tiempos que yo estudiaba en el colegio de Lourdes, cada vez que me daban vacaciones o alguna oportunidad, iba con ella a Nuevitas, donde se estrechó mi relación con Miguel, quien comenzó a entusiasmarme con la guitarra y a darme las primeras lecciones.
Como visitaban la casa numerosos amigos suyos que también la tocaban, se hacían unas peñas improvisadas en las que mi tío anunciaba a sus invitados: «Van a escuchar a mi sobrina Changi, a la que estoy enseñando a tocar la guitarra y canta muy bonito, hace buenos dúos conmigo». Interpretábamos una serie de composiciones de la trova tradicional, otras que se encontraban en boga y hasta de su cosecha, pues componía y escribía preciosos poemas. Por eso, cada vez que viajaba a Nuevitas me llamaban, junto a mi tío, para participar en todo lo que se celebrara: el cumpleaños de Fulano de tal, la boda de Mengano… Decían: «Que vengan Miguel Soravilla y su sobrina, enseguida forman algo aquí». Éramos una orquesta oficial en el pueblo.
Además, llegué a organizar funciones en el Club Martí, en las que montaba coreografías y preparaba la escenografía y los diseños del vestuario. Me convertí en una especie de directora de espectáculos, en los cuales recibí la total ayuda de mi abuela Tita, a la que asimismo le hubiera gustado ser artista. Fui absorbida por una farandulería juvenil, que indiscutiblemente incrementó mi vocación.
Intenso brillo despiden los ojos de María de los Ángeles Santana al retener en sus pensamiento, una vez más, la Nuevitas de su niñez y juventud. Al mismo tiempo, sus palabras se transforman en vertiginoso torrente, al cual confluyen sus vivencias en ese centro urbano situado en la costa norte de la provincia de Camagüey y a unos 570 kilómetros de La Habana. La Nuevitas en cuyas calles, en alivio del ardiente sol que baña nuestras costas, corre una fresca brisa procedente de su amplia bahía de bolsa —con magníficas condiciones para la explotación portuaria— donde se destacan los faros Maternillos y Punta de Prácticos y reposan tres islotes llamados «Ballenatos».
Para ir hasta allá cogíamos un tren en La Habana que nos trasladaba a Camagüey y seguidamente tomábamos otro, que era pequeño. Siempre fue estupendo encontrarme cerca de mi abuela Adela en Nuevitas, a la que evoco en mis años juveniles como uno de esos pueblos reproducidos en postales.
Aunque muchas casas se construyeron de mampostería, en su mayor número eran de madera y los techos de tejas. Desconozco qué tendrían esas maderas que no les caía comején y a las viviendas no se las llevaba ni se desbarataban con un ciclón, lo cual sucede ahora, que dan mil vueltas en el aire. Ignoro si la causa de que varias de ellas aún se mantengan firmes se debe a los horcones en que se cimentaban, al amor con que las fabricaron los carpinteros o a la madera virgen empleada, la cual se extraía de los bosques de la región.
Sumamente grato me resultaba ir a lo que llaman La Loma, donde está enclavada la iglesia, con sus dos lindas torres y embellecida por los jardines del parque. En esa parte también se encontraban el Ayuntamiento, la Colonia Española y el Club Martí, instituciones en que se realizaban las verbenas, los festejos más importantes destinados a agrupar a la población.
Una de las mayores delicias que disfrutábamos en Nuevitas consistía en reunirnos por la noche un grupo de jóvenes e irnos hacia La Loma a tocar la guitarra y ponernos a cantar bajo el resplandor de las tenues lucecitas que iluminaban el parque y propiciaban un ambiente de recogimiento. Allí dábamos rienda suelta al romanticismo y entre nosotros había adolescentes que leían poemas escritos por ellos. Algunas veces se apareció de imprevisto el tío Miguel para hacernos más deliciosas las horas de permanencia en ese lugar, acompañado de varios guitarristas y amigos noctámbulos con los que brindaba serenatas a mujeres del pueblo. Una vez terminadas, les decía:«Mi sobrina debe andar por el parque. Vamos para allá». El mejor premio eran esos recitales al aire libre de Miguel y sus seguidores, a los que nosotros, tan atrevidos, nos sumábamos.
Hacia abajo estaban los comercios, mercados, y lugares de entretenimiento, como los cines. Y tanto en una como en otra parte de Nuevitas apenas se conocían los vehículos; el recorrido se hacía a pie. Tengo grabada en mi memoria la imagen de la gente llena de una fortaleza incalculable, subiendo y bajando lomas, o viéndolas salir de atrás de un coletón, una cortina confeccionada a partir de sacos de harina. Era doble, sin transparencia, e impedía que el vecino o quienes circulaban por la calle fiscalizaran la intimidad de una casa ante una ventana abierta. Jamás la mirada traspasó un coletón y para ver el exterior era necesario correrlo o levantarlo, lo cual hacían si alguien, en la calle, decía cualquier frase que posibilitaba la identificación de su voz desde adentro de la vivienda.
Nuevitas era una ciudad con uno de los rasgos más lindos que puede poseer un sitio: la conservación de las relaciones entre las familias. Cuando de otras provincias llegaba alguien, al ver tan compenetrada a la gente preguntaba de inmediato: «¿Ustedes son parientes?» La respuesta era:«No. Tan sólo nos hemos criado juntos desde que nacimos».
Me encantaba trotar por sus callejuelas empedradas, sofocarme con el calor del sol, respirar el aire único de ese pueblo, el cual recibe la constante caricia del mar, que puede observarse desde la terminación de cualquiera de las calles. Me gustaba darle una vuelta a todo Máximo Gómez, donde residía mi abuela Tita, e ir hasta el puente que facilitaba el acceso a los puertos Pastelillo y Tarafa, el lugar de residencia de los magnates, de la gente relacionada con el negocio del azúcar, que convirtieron esa zona en un feudo administrado por Abelardo Portela.
Próximos a ese puente estaban los burdeles, un aspecto triste de la etapa, los cuales no sólo existieron allí, pero al tratarse de un poblado pequeño se hacían más notorios. En ese sitio se agrupaban los garitos, los cafetines repletos de prostitutas a los que acudían los marineros norteamericanos y formaban escándalos. Un tiempo borrado en Cuba, aunque permanece en la memoria de quienes lo conocimos. A esta porción de Nuevitas había que ponerle un coletón enorme y taparla del otro sector del pueblo, que era el de mi preferencia.
Asimismo me encantaba ir al barrio de Cantarranas, en cuya calle Bonora nació mi madre, recorrer el Paseo del Prado, que no le podía faltar al pueblo, y ver los teatros, en los que se presentaban figuras de la época. Porque compañías que viajaban a Cuba con actores y cantantes líricos, al arribar a Camagüey se informaban sobre el éxito que podían alcanzar en el coliseo más prestigioso de Nuevitas: el Campoamor.
Los artistas se hospedaban en el Carreras, un hotelito ubicado al frente de la casa de mi abuela, y uno de mis entretenimientos se basó en vigilar que alguno de ellos se asomara en una de las ventanas y sorprenderlo en su intimidad. Nunca lo hicieron, ya que, los pobres, al trabajar de noche dedicaban largas horas del día al descanso.
Galería de Imágenes
Comentarios