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María de los Ángeles Santana (XVIII)

17 de mayo de 2019

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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.

Al valorar el programa general del colegio Nuestra Señora de Lourdes, la Santana destaca la armónica unidad entre el aspecto docente y la formación religiosa de las educandas, basada en el amor y el respeto a Dios y la Iglesia católica. En tal sentido evoca las dos asociaciones piadosas del centro: Pajes del Santísimo Sacramento, a la cual pertenecen las niñas una vez realizada la primera comunión; e Hijas de María, integrada por alumnas que después de finalizar el cuarto grado invierten una parte de sus esfuerzos en alcanzar la banda y la medalla de la Virgen, principales distintivos a que aspiran las estudiantes del plantel.

Revisando ahora uno de los cuadernos con las memorias anuales del colegio de Lourdes, vuelve a mi mente el intenso programa de las monjas filipenses para despertar nuestro amor y conocimiento hacia la religión católica. Detalladamente nos explicaban los fundamentos del catecismo, la importancia de la oración, del recogimiento espiritual, de asistir a misa los domingos y días de festividades, de confesarse, de comulgar y de poner en práctica los Diez Mandamientos.

También se preparaba a las niñas para su primera comunión, se les entusiasmaba a participar en efemérides religiosas relacionadas con la escuela, como los días de la virgen de Lourdes, de san José o de san Felipe Neri, para que asistieran a procesiones organizadas cada año dentro y fuera del plantel —entre estas últimas, las de los padres pasionistas en su capilla—, colaboraran en colectas de dinero con el fin de ayudar a personas pobres, y en fiestas de otras escuelas católicas con el objetivo de recaudar fondos destinados a misiones.

Ese plan para nuestra formación religiosa contempló las conferencias de un padre de apellido Santa Ana, quien había ido hasta remotos lugares de Asia, a los que nunca antes llegaran una mínima luz de religión y de conocimiento. Era un cura misionero y disfrutábamos al oírle relatos acerca de distintas regiones del mundo que él recorriera, con anécdotas que impresionaban, como una en que, a su paso por África, un negrito se dejó comer por un tigre para salvarle la vida.

En el colegio no nos mantenían al margen de lo que sucedía en el mundo, lo cual pasaba en otras escuelas religiosas. Eso se veía bien en las monjas de clausura que se encierran y dejan atrás todo lo que se encuentre más allá del exterior del convento. Las filipenses con que me eduqué tenían otra visión. Ellas nos comentaban sucesos que acontecían en sus países de origen, se entrevistaban con monjas de otras congregaciones, celebraban concilios en la propia escuela y también ponían en práctica retiros espirituales para enseñarle a uno la importancia de pensar a través del silencio, el mayor juez que existe.

Trataban de darnos, en cualquier trance, una explicación cabal de aspectos de la vida difíciles de entender para una niña, como puede ser la muerte de una condiscípula. Porque estando en el colegio de Lourdes falleció una niñita llamada Aidita Escoto, a la que todas queríamos y seguíamos mucho, pues era muy decidida. Al igual que yo, cursaba la enseñanza primaria y un día la dejamos de ver. Se sintió mal de salud, la llevaron al médico, que diagnosticó un ataque apendicular, tuvo complicaciones luego de operada y falleció. La muerte de Aidita nos conmocionó, toda una grey infantil se puso cara a cara con la muerte, que desconocíamos.

Con qué tacto las monjas nos prepararon para un hecho tan doloroso. Nos llevaron a ver a Aidita en su lecho mortuorio y en un ómnibus fuimos al cementerio. La acompañamos desde la capilla hasta el panteón de sus familiares haciendo un cordón a lo largo del trayecto. En tan dramática situación, las filipenses nos hicieron reflexionar acerca de que la vida era algo más duro de la que con tanta placidez disfrutábamos a diario en la escuela.

Mi familia recibió bastante apoyo moral de estas monjas, tras terminar Josefina el sexto grado y mis padres verse obligados a retirarla del colegio. Desde niñita tuvo un problema óseo que no permitió el debido desarrollo de su organismo y después, al sobrevenir la adolescencia, irrumpió en ella una tara heredada por línea materna, pues entre los Agüero se dieron casos de algunas personas con el mismo padecimiento mental.

Los que me conocen bien saben que soy un carácter dominante, una mujer con tendencia a dirigir el colectivo en que me encuentro. En mi infancia fui lo contrario. Era mi hermana la que tomaba la iniciativa por ser la mayor, lo cual puede considerarse relativo si sólo me llevaba un año, pero ella se manifestaba más sensata y decidida. Eso influyó en que determinara a qué íbamos a jugar y, al estar entre un grupo de niñas de nuestra edad, adoptaba una postura maternal conmigo, sentía necesidad de protegerme.

Me acostumbré a ese tipo de encadenamiento entre ambas hasta que nos trasladaron a la escuela de Lourdes, donde estábamos en aulas distintas y entablé otras relaciones, dado que ella se enfermaba con frecuencia. Ahí surgió mi primera independencia de la Checha. No se trató de que me separé de su lado por completo, sino que evidencié mi capacidad para adoptar decisiones y manifestar mi personalidad, en decidir algo tan simple como el juego infantil que iba a realizarse, e, incluso, hasta en el vestir, porque como durante cierto tiempo tuvimos casi la misma estatura, mi madre se acostumbró a ponernos igual ropa, a pelarnos de la misma manera, y todo eso lo rechacé al expresar mis primeras ansias de ser distinta. Si Josefina afirmaba que le gustaba el rojo, yo me inclinaba por el azul. Si quería unas sandalitas, yo planteaba mi interés por unos zapatos cerrados. Papá, que sabía la importancia del respeto a la individualidad en el ser humano, le dijo a mamá que se abstuviera de vestirnos idénticas a las dos y dejase que cada una seleccionara a su antojo lo que anhelaba ponerse.

Además, empecé a no tener las amistades comunes del pasado. Cultivaba las propias al calor de afinidades personales que despertarían en mí el deporte, el montar en bicicleta o patinar por calles y avenidas de la Víbora. A ella le gustaban los juegos de pensar, de estar quieta; la entusiasmaban la tranquilidad, mantenerse cerca de mi madre y hacer labores; tejía y bordaba que era un portento. Era más bien lánguida. Mientras mi hermana acariciaba dulcemente a sus muñecas, las mías permanecían intactas en sus cajones primitivos. Casi nunca jugué con ellas. Prefería lo que implicara acción, movimiento, empezaba a brotar de mi interior esa fuerza que me ha mantenido en pie y quizás aún me lleva a emprender actos que tal vez descabelladamente acometo.

A fin de evitar un choque entre dos caracteres tan contradictorios, papá y mamá comenzaron sabiamente a delimitar nuestras inclinaciones. En eso, le llegó a Josefina la etapa de la pubertad y al mismo tiempo se presentaron anomalías en su conducta habitual al buscar su principal refugio en la lectura, permanecer en la soledad, rehuir entretenimientos de cualquier índole, evadir todo lo que la extenuara y hasta disgustarse por mi insistencia de que montara bicicleta. Me parecía que una persona sin efectuar ejercicios estaba incapacitada para darle rienda suelta a ese ímpetu característico de la adolescencia.

Viéndola transformarse en un ser mucho más abstraído y débil que en su infancia, mis padres se preocuparon extraordinariamente, sobre todo al caer mi infeliz hermana en transitorios estados de completa ausencia mental que la acompañaron hasta el final de su vida. Al salir de ellos era maravillosa, simpática, aguda en sus observaciones, retomaba su interés por tejer y bordar, principalmente piezas de canastilla, y mantenía su atención hacia todos mis asuntos, pues me quiso entrañablemente. Incluso, al yo consagrarme a la música, le decía: «Cuando oigas esta obra en el radio, la copias para aprendérmela». Ciegamente confiaba en su capacidad para hacerlo, en que no se equivocaría. Además, cantaba muy bonito y poseía un excelente sentido de la musicalidad, de la melodía.

Pero al desencadenarse ese proceso, papá, tan preclaro en una determinación y más si se vinculaba con Josefina, quien para él fue un cristal, adoptó la medida de quitarla de la escuela de Lourdes y evitarle el rechazo de sus compañeras de aula si una de aquellas crisis, que habitualmente coincidían con su menstruación, la asaltaba en el colegio. Al llegar ese instante, aunque las monjas entendieron las razones expuestas por mis padres, les expresaron su total respaldo y dieron muestras de su humanismo al no olvidarse de Josefina. Frecuentemente se interesaban en conocer su estado de salud, la invitaban a actos que se celebraban en Nuestra Señora de Lourdes y orientaron a las condiscípulas de mi hermana a mantener contacto con ella, lo que algunas cumplieron a través de llamadas telefónicas o invitaciones a sus casas.

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