María de los Ángeles Santana (XLIV)
17 de abril de 2020
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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.
María de los Ángeles Santana y Julio Vega arriban el miércoles 27 de octubre de 1943 a la ciudad de México, cuyos orígenes se remontan a la antigua Tenochtitlán, capital del imperio de los mexicas o aztecas, que —tras un largo peregrinaje— fundan hacia el año 1325 sobre un islote del lago de Texcoco, donde ven cumplirse la predicción hecha para su establecimiento definitivo por su guía espiritual, Huitzilopochtli: un águila “[…] parada en el pie izquierdo, sobre un nopal que nazca de una peña entre las aguas de la laguna y agarrando con el derecho una culebra en actitud de despedazarla con el pico […]”.
Verdadera delectación siente María en sus primeras impresiones de una capital que abarca el Valle de México en su totalidad y empieza a extenderse por los cerros antepuestos a las elevadas montañas circundantes con sus cimas siempre cubiertas de nieve. Su salida inicial la dedica a recorrer el área más antigua del centro urbano, en la cual se detienen el tiempo y la historia ante las huellas dejadas por indios, colonizadores, virreyes, emperadores, caudillos militares, próceres revolucionarios, generales-presidentes, obispos, sacerdotes y, sobre todo, hombres y mujeres de un pueblo dispuesto a morir en defensa de la soberanía de la patria y de la bandera que lleva estampada la mitológica ave descrita en la profecía sobre la fundación de la urbe.
Al mismo tiempo que Julio y yo preparábamos nuestro matrimonio, hicimos las gestiones oficiales para viajar a México en los meses finales de 1943, pues el maestro Eliseo Grenet me había propuesto participar con un pequeño grupo de artistas en un cortometraje que iba a rodarse en ese país e incluía su música, popularizada allá desde tiempos atrás.
No me consideraba merecedora de ese regalo de Eliseo, a quien conocí en una oportunidad en la casa del maestro Lecuona y traté más de cerca en mi etapa de trabajo en la CMQ, durante la cual se interesó en que le cantase algunas de sus composiciones. Cuando me puse de acuerdo con él en los diferentes aspectos del viaje, le expliqué mi deseo de partir un poco antes, porque al casarme con Julio no tuvimos la posibilidad de gozar de una verdadera luna de miel y queríamos disfrutarla antes de yo empezar las complicaciones lógicas del trabajo.
Mis padres no mostraron regocijo hacia mi salida de Cuba por tratarse de nuestra primera separación. Pero al conversar en la CMQ con artistas mexicanos, me hablaban con tanto fervor de su patria que se convirtió en una decisión irrenunciable mi propósito de ir a México, el cual ya me fascinaba a través de fotografías publicadas sobre diversos parajes de su territorio.
Partimos en barco de La Habana hacia Mérida y ahí tomamos un tren que cruzó los admirables campos sembrados de henequén en Yucatán y nos trasladó a la capital mexicana, donde nos hospedamos en el Hotel Regis, situado en la majestuosa Avenida Juárez con su aledaña e histórica Alameda, que entonces constituía una especie de jardín insertado en la ciudad de México y un sitio de sumo atractivo para el turismo extranjero.
Tras descansar un rato, nos encontramos con Eliseo y otros cubanos que estaban en México, entre ellos, Blanquita Amaro y su esposo, Orlando Villegas, y el empresario, actor y compositor Ramiro Gómez Kemp junto con la actriz y cantante Velia Martínez, su compañera en la vida y en el arte.
Ellos nos orientaron con respecto a nuestro plan de recorrer lugares interesantes del Distrito Federal y de otras ciudades de México, y a la mañana siguiente, bien temprano, salimos del hotel. Estaba ávida de caminar por calles y avenidas, algo que no pudimos lograr de la manera preconcebida en el primer contacto con aquella urbe debido a su altura, la cual nos fatigó bastante.
Sin embargo, el propio interés que lo desconocido despertaba en nosotros, las maravillas contempladas en una y otra dirección, contribuyó a animarnos y poder visitar esa Plaza Mayor, que sobrepasó mis expectativas con respecto a un sitio que sólo conocía por la prensa, libros, películas y relatos de amistades. En su entorno me impresionaron fundamentalmente el Palacio Nacional y la Catedral, exquisita obra de arte imposible de obviar si un extranjero desea decir que pasó por la ciudad de México.
Aunque la Catedral me sobrecogió en mi primera visita a ese santuario, la emoción más intensa la recibí unas semanas más tarde al celebrarse el día de la Virgen de Guadalupe, cuando la basílica y la plaza que la rodea resultan pequeñas ante el número de seres humanos reunidos. Es un verdadero mar de cabezas de personas que lloran, rezan, cantan, profieren frases de agradecimiento, mientras otras van a rastras, impedidas de caminar, o con algún miembro destrozado, a suplicarle a la patrona de México que interceda por su situación. Para mí lo más curioso consistió en que entonces iban muchos turistas de distintas partes del mundo a ver a la Guadalupana como algo interesante de captar por sus cámaras fotográficas y, al tropezarse con la multitud fervorosa, empezaban a sensibilizarse, a fundirse, con ese ambiente de fe, de plegarias, al igual que cualquiera del pueblo mexicano.
Ese día se acrecentaba la acostumbrada belleza de la capilla de la Virgen de Guadalupe, que posee una fortuna en oro, piedras preciosas, objetos donados por gente que la santa favoreciera y, en gran parte, están prendidos en una serie de brocados, de cortinas, que enmarcaban su altar todo labrado, en el cual se hacen incontables las ofrendas preparadas con las flores más bellas que en esa ocasión podían verse en México.
Luego de recorrer la Catedral y la zona aledaña al siguiente día de nuestra llegada a la ciudad de México, fuimos a almorzar, ya que en horas de la tarde nos habían invitado a una novillada en el Toreo. Ahí despertó mi delirio por el toreo, fue algo deslumbrante ver a muchachos jóvenes animados de tanto valor al enfrentarse con una bestia dispuesta a no perdonar al que se le ponía delante. Uno llegaba a sentirse nervioso observando tal espectáculo y otra parte del programa, en la cual se convocaba la participación de los llamados “valientes espontáneos”, hombres del público que descendían de las gradas y se lanzaban hacia el ruedo con extraordinario arrojo para dar rienda suelta a su vocación de novilleros encarándose a unos cuatro toros.
Después, nos dimos a la tarea de recorrer detenidamente el área de la Alameda y las más famosas avenidas de México: Insurgentes, Independencia y Juárez, donde estaba el hotel Regis, al igual que el Paseo de la Reforma. Inicialmente caminábamos bastante para impregnar la retina con tantos palacios y monumentos y porque comparé con mandar a imprimir nuestra esquela mortuoria en un periódico, si cogíamos uno de los “libres”, como le decían a los taxis, a cuyos choferes les encantaba ir a excesiva velocidad. La mantenían así en calles muy estrechas como en medio del intenso tránsito citadino existente desde esa época y que no logro imaginar en la actualidad.
Según me explican, se ha triplicado y, junto con él, la contaminación ambiental, que entonces incitaba a los pobladores a refugiarse los fines de semana en el hermoso bosque de Chapultepec —enclave del Castillo asociado a varios sucesos históricos de México— o a marcharse hacia las playas en los períodos de vacaciones. A causa del insoportable ruido de la circulación de tantos vehículos, cuando estaba en la calle me adapté a hablar a grito pelado, y también me acostumbré a respirar en la vía pública el tufillo que desprendían los numerosos vehículos en circulación.
Poco a poco acepté algo más mexicano que México: los tacos, esas tortillas a base de maíz que al principio no me gustaban al tener una excesiva cantidad de picante en la carne empleada de relleno. Aprendí a tributarles el honor que ellos les rinden, pues no sólo constituyen un popularísimo plato vendido en las calles, se preparaba hasta en casas de holgada posición económica, en las cuales, además de carne, les agregaban vegetales y otros alimentos deliciosos. Y, aparte de los tacos, el otro ingrediente del bautismo recibido al arribar a México estaba en su conocido tequila, para el que deben habituarse la lengua, la garganta, las cuerdas vocales, pues el organismo lo acoge como una bomba, motivo por el cual hay que tomárselo de un “viaje”: es la única bebida alcohólica que no ofrece la posibilidad de saborearla.
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