María de los Ángeles Santana (LVIII)
13 de noviembre de 2020
|
Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.
Hoy damos continuidad a las reflexiones de la Santana acerca de su labor en el teatro Lírico, del Distrito Federal, de México.
El éxito de María de los Ángeles dentro y fuera del Lírico resulta tan indiscutible que la crítica se atreve a augurar, que destronaría a la rumbera María Antonieta Pons, quien desde hacía dos años ocupaba posiciones estelares en el cine y el teatro mexicanos.
En agosto de 1945, sin embargo, la Santana decide integrar una compañía de revistas encabezada por las tiples cómicas Eufrosina García (La Flaca) y Elisa Berúmen, para realizar en septiembre una temporada de presentaciones en el Teatro Casino, de Ciudad Juárez.
Con sumo agrado evoca María sus semanas de permanencia en este centro urbano, y sus actuaciones en el Casino trascienden a la ciudad de México en una información publicada por el periodista M. Suárez Vallés en un diario capitalino:
María de los Ángeles, la guapa vedette que, noche a noche, canta en el teatro de la calle Mejía, se ha conquistado el cariño del público juarense por su gentileza y bella voz… Según parece, su canción favorita es, ahora, la que lleva por título «Palabras de mujer», de la que es autor el gran compositor Agustín Lara… La canta —valga el término, amable lector— como los propios ángeles.
Lo primero que hicimos en Ciudad Juárez fue la inauguración del Teatro Casino, con un espectáculo en el cual participaron numerosos artistas, aparte de algunos de la compañía de Eufrosina y Elisa, entre ellos yo.
Ciudad Juárez significó para mí otro debut por ser un sitio salpicado de influencias norteamericanas a consecuencia de su proximidad a Estados Unidos, y poseer el público fama de exigente. Una de mis tareas primordiales fue tratar de ganarme a esos espectadores con la mayor sinceridad, sin pretender deslumbrarlos y creo que alcancé resultados tan fructíferos que llegaron a molestar a una de las integrantes del grupo: América Imperio, quien se sentía molesta conmigo desde los meses de coincidencia en el Lírico, donde en más de una oportunidad los periodistas situaron su arte en una categoría inferior con respecto a lo que yo lograba en el proscenio.
¿Y cuál fue el plan que una noche urdió en el Casino esta mujer que, por su belleza, resultaba espectacular en un escenario como rumbera de la compañía, la que llevaba en la sangre el calor del trópico, la que movía todo lo que es posible menear en un cuerpo? Sencillamente, que al darse cita allí muchos militares para disfrutar en sus días de asueto, decidió concentrar en ella los aplausos de tantos hombres deseosos de distraerse con las artistas del teatro.
Como parte de las distintas posiciones existentes en un programa artístico, llegó mi salida, canté unos boleros de Lara y el público me prodigó un aplauso estentóreo y gritos de bis. Le correspondió presentarse a América Imperio y al ver que nada sucedía, aflojó discretamente uno de los tirantes de su sostenedor para que se le abriera completamente y dejase al aire uno de sus senos, al volver a efectuar un movimiento rápido del torso. Ese acto logró lo que ella perseguía en toda la soldadesca, pues la integraban individuos ávidos de contemplar manifestaciones femeninas de tal tipo y le otorgaron la ovación de la noche.
El hecho se consideró en la compañía un lamentable accidente. Pero en la siguiente función se volvió a «zafar» el tirante del sostenedor, esta vez fue el del otro lado, quizá con el fin de que pudieran comparar que sus dos senos eran hermosos. Los militares, totalmente enardecidos, se pusieron de pie, dieron gritos de euforia y querían subir al escenario. En medio de tal algarabía, le comenté a Julio: «América Imperio se vale de eso para opacar la ovación que yo recibo del público, lo cual le molesta al no ser el centro del espectáculo. De cierta forma dejó preparado el tirante y el sostenedor se le abrió al mover el pecho, emergiendo uno de sus senos». Julio me contestó: «Hoy es el último día que va a hacerlo» y se fue de mi lado.
La compañía presentaba un espectáculo diverso e incluía a un mono amaestrado al que su entrenador llamó Tarzán. Adoraba a mi esposo, era muy inteligente y parecía un niño en la escena que hacía reír a la gente al montar bicicleta, patinar y otras cosas que le enseñaron. Julio le pidió a su dueño: «Préstame hoy a Tarzán y ponle el traje de militar con que a veces lo sacas a trabajar».
Cuando América Imperio se encontraba a punto del clímax de su rumba, Julio se apareció por la parte de atrás de uno de los pasillos centrales de la sala del teatro con Tarzán vestido de militar, dando mil cabriolas, cuadrándose delante de los espectadores como un militar más, y los hizo enloquecer. En su totalidad, el público se viró de espaldas al escenario y la vedette del espectáculo sería el mono, que hizo horrores mientras esos hombres se disputaban cargarlo, saludarlo, y algunos militares lo siguieron hasta el escenario, en el cual Tarzán marchó a su lado y se lució en grande.
América Imperio se vio obligada a efectuar un mutis y, echando espuma por la boca, fue hacia su camerino y empezó a decir atrocidades: que si Julio preparó al mono ex profeso, que si él era esto y lo otro y yo era de lo más acá… Al instante me enteré. Desgraciadamente, en el teatro a uno no lo informan de las cuestiones positivas o halagadoras, sino de lo contrario. Muy herida a causa de los insultos de América Imperio y su falta de respeto a los resultados de mi trabajo en la escena, asumí una postura digna y fui hasta su camerino.
La encontré gritando aún a todo pecho y, sin alzar la voz, le dije: «Tú necesitas que alguien te haga comprender el significado de la palabra respeto. Como no lo conoces, voy a enseñártelo», y acto seguido le largué la primera y única bofetada que he dado en mi vida a un contrincante. Su reacción fue tremenda, quiso irse de inmediato de la compañía, y aunque las personas situadas al frente de ella y del teatro trataron de echarle tierra al asunto, comprendió que si deseaba seguir contratada debía respetar mi labor e impedir la rotura de cualquier prenda de su vestuario con el fin de alborotar al público.
Narré este pasaje de mi vida para despertar reflexiones sobre experiencias que uno padece dentro del medio artístico, pues muchos ajenos a él piensan que todo es color de rosa. Ahí se puso de manifiesto que a veces nos vemos obligados a situarnos en un plano de cierta igualdad ante personas que olvidan la existencia de la ética profesional, el sacrificio de una figura en su compenetración con el público, lo cual en breves segundos uno aprende a defender de quienes lo ignoran y pretenden pisotear otro aspecto de mayor alcance: el decoro del arte. A tanto tiempo de suceder ese incidente, no logro ocultar la ira que América Imperio hizo surgir en mi vida, que hasta entonces transcurriera de forma armónica en mi deseo de conquistar con mi trabajo un sitio, sin jamás pretender arrebatárselo a nadie.
De los espectadores y de la prensa de Ciudad Juárez sólo recibí elogios, halagos, y dejé establecidas magníficas relaciones, quizás no tantas entre empresarios y artistas, sino con personas sencillas del pueblo.
(CONTINUARÁ)…
Galería de Imágenes
Comentarios