María de los Ángeles Santana LI
11 de septiembre de 2020
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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.
Dirigido por el español José Díaz Morales, que entonces presta sus servicios a la cinematografía mexicana, el 29 de mayo de 1944 comienza a rodarse en los estudios CLASA el largometraje La culpable, cuyas principales protagonistas son las actrices Isabela Corona, Manolita Saval y Prudencia Grifell, e incluye a un grupo de figuras, entre las que se encuentran Consuelo Guerrero de Luna, Carlos López Moctezuma (Chaflán), Paco Fuentes, Paco Martínez, Daniel Pastor, y los cubanos Eduardo Casado y María de los Ángeles Santana.
En realidad, La culpable era una película melodramática con un argumento de poca calidad y en la cual correspondió el papel de madrastra mala a Isabela Corona, quien fue amiga mía y era una destacada trágica que había participado con acierto en varios filmes en México.
Trabajó también en el filme la gran actriz de origen español Prudencia Grifell, muy querida por los mexicanos, y yo encarnaba a una madre de unos cuarenta y tantos años de edad, pero como estaba en el apogeo de mi juventud se vieron en la necesidad de recurrir a varios procedimientos con el maquillaje para lograr en mi rostro cierto envejecimiento. Pensé: «Bueno, si por el aspecto físico no lo puedo conseguir a la perfección, debo intentarlo al actuar», lo cual logré, a pesar de quedarme la insatisfacción propia de los actores en el sentido de que siempre puede darse mucho más al abordarse un personaje.
Pienso que mis incursiones en el cine en Cuba y en México fueron muy prematuras; aún no contaba con una verdadera madurez artística ni el suficiente entrenamiento de una vedette dueña y señora de la escena de un teatro o de un cabaré. Mis actuaciones en esos medios eran pocas, carecía de la experiencia que ellos proporcionan y que obtendría con posterioridad. Por otra parte, los directores de esas películas nunca se mostraron demasiado exigentes ante la manera intuitiva que, en relación con los gestos o la voz, yo proyectaba en los estudios, lo cual me hubiera ayudado mucho, eran las personas idóneas para señalar defectos o instruirme mejor acerca de cómo debía acometerse un personaje.
De todas formas, mi trabajo en las películas Conga Bar, Asesinato en los estudios y La culpable, me brindaron la satisfacción de poner mi granito de arena junto con otros artistas extranjeros en el cine mexicano que, durante los años de la segunda guerra mundial, alcanzó tanta importancia en América Latina y más allá de sus fronteras. Porque no puede negarse que a eso contribuyó, entre otros factores, la labor de actores consagrados y técnicos de gran experiencia procedentes de Estados Unidos, España y de naciones latinoamericanas, que se fundieron con los mexicanos en un esfuerzo común, del cual resultó que la cinematografía azteca se situara en una posición continental que nunca antes tuviera y, en mi modesta opinión, no disfruta en la actualidad.
Fue una época interesante en la cual el cine de México recurrió a nuevas temáticas, a asuntos alejados de las tradicionales películas de charros invencibles que se imponían a base de sus pistolas, de la violencia, de su machismo. Y en el hallazgo de la existencia de los nuevos caminos influyó la inyección de las figuras extranjeras que colaboraron con el séptimo arte mexicano. Además, no era gente improvisada, sino muy probada en sus países de origen, lo cual les posibilitó enriquecer cualquier papel encomendado en la pantalla grande. Su labor fue tan notoria en todos los aspectos que los propios espectadores mexicanos empezaron a expresar su beneplácito hacia aquellos artistas foráneos cuando sus nombres aparecían en los créditos de las películas y a varios llegaron a admirarlos y quererlos igual que a las estrellas nacionales.
Sumamente apreciable es el reconocimiento de la Santana hacia los numerosos artistas de diferentes latitudes del mundo que ponen su talento al servicio del llamado «período de auge» de la cinematografía mexicana, coincidente con los años de la segunda guerra mundial. Aparecen, entre otros, los norteamericanos Norman Foster y June Marlowe; los españoles Pepito Cibrián, Consuelo Guerrero de Luna, Amparo Morillo, Ángel Carasa, José Pidal, José Baviera, José Goula, Asunción Casal, Emilio Tuero, Emilia Guiú, Jaime Salvador, José Díaz Morales, Paco Elías, Rosita Segovia, Antonio Palacios y Roberto y Rafael Banquells; los argentinos Amanda Ledesma, Che Reyes, Che Padula, Charito Granados, Nelly Montiel y Antonio Momplet; los puertorriqueños Mapy y Fernando Cortés; y los venezolanos María Cuevas, Blanca de Castejón y Kali Karlo.
Son parte de esa relación, además, la costarricense Rosa Castro; los colombianos Sofía Álvarez y Crox Alvarado; y los cubanos, Ramón Peón, René Cardona, Juan José Martínez Casado, Eliseo Grenet, María Antonieta Pons, Carmen Montejo, Blanquita Amaro, Sergio Orta, Rosita Fornés, Federico Piñero, Ramiro Gómez Kemp, Velia Martínez, Eduardo Casado, Chela Castro, Lina Montes, Maritza Alonso, Enrique Bryon, Marta Elba Fombellida, Teté Casuso, Isabelita Bermúdez y Pituka de Foronda, quien a pesar de su nacimiento en Canarias es considerada casi cubana, y sus hermanos Rubén y Gustavo Rojo.
Pero los resultados sin precedentes en cuanto a la producción anual de películas durante la referida etapa —en la cual la industria mexicana se convierte en la más aventajada entre las de habla hispana— no pueden desvincularse fundamentalmente de la adopción de favorables medidas oficiales para el financiamiento, producción y distribución de largometrajes con un mayor acercamiento a los gustos populares del Continente por sus temas cómicos o dramáticos, y las reducciones que, a causa del conflicto bélico, experimentan en la realización de filmes los tradicionales competidores del cine de México: Argentina y España.
También propician tal auge la ayuda técnica y financiera de Estados Unidos que, inmerso en la guerra, disminuye la elevada cifra habitual de sus producciones y ve en el vecino país un aliado en materia de séptimo arte para satisfacer las demandas del público de lengua castellana; y el hecho de que al lado de veteranos directores como Miguel Contreras Torres, Fernando de Fuentes, Miguel Zacarías y Juan Bustillo Oro —quienes logran en esta etapa sus mejores cintas—, surgen tres nuevas figuras que propician un nuevo aliento al cine mexicano: los realizadores Julio Bracho y Emilio Fernández, y el fotógrafo Gabriel Figueroa.
Al sellar mi experiencia en el cine mexicano con La culpable, trabajé con Eliseo Grenet en la principal radioemisora de México: la XEWW, en la cual coincidí con algunos de los más importantes artistas de México y otros extranjeros, entre ellos varios coterráneos como los pianistas Enrique Bryon y Carlitos Barnet, que vivía cerca de la casa de mis padres en la calle Galiano, nos visitaba con frecuencia y yo ensayaba a veces con él, lo cual influyó en el surgimiento de una buena amistad. Tuve la suerte y la alegría de encontrarlo en la ciudad de México, donde actuamos juntos en determinadas ocasiones.
Ya desde finales de agosto empecé a prepararme para otra gira que organizó el maestro Grenet, con un espectáculo que llevaría el título de Bajo el cielo de Cuba, y cuyo elenco quedó finalmente integrado por un pequeño grupo de rumberos, la cancionera Martica de Castro, Deyón, la bailarina Paquita Téllez y el bongosero Eloy Collazo, a los que se sumaba mi nombre.
En este nuevo recorrido, nos encaminamos en la segunda quincena de septiembre hacia la región norteña de México, específicamente a Tampico, para presentarnos en un espectáculo de variedades en el cine Isabel. El ambiente de allí era muy parecido al de las ciudades portuarias de Cuba: gente sencilla, abierta en sus sentimientos y amante de la música. Como en otros parajes de México que recorrí al lado de Grenet, me asombré de la semejanza que tenían con mi país en tantas cosas, y de su cariño y entusiasmo hacia nuestros ritmos.
De más está decir que las presentaciones en el Isabel fueron apoteósicas y en la primera de ellas el maestro Grenet, quien había pasado por Tampico muchos años atrás, le dirigió unas palabras al público, que fueron recibidas con gran calidez, y después actuamos cada uno de los miembros del conjunto.
(CONTINUARÁ)…
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