María de los Ángeles Santana (V)
23 de noviembre de 2018
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Para los lectores de esta sección procedemos a intercalar capítulos de nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, publicado por el sello Letras Cubanas, cuya tercera edición acaba de ser puesta a la venta en ocasión de la Feria Internacional del Libro de La Habana correspondiente al 2017.
Después de su matrimonio, mis padres se fueron a vivir a la casa de los abuelos paternos en la calle Manrique 71, donde el 6 de agosto de 1913 nació mi hermana Josefina de la Caridad. A finales de ese mismo año mamá quedó embarazada por segunda vez. Papá deseaba un varón, pero no existía un equipo como el ultrasonido, que permite conocer con antelación el sexo de la criatura y le salió lo que en esa época llamaban «otra chancleta». O sea, tuvo que cargar de nuevo con una hembra, que, en este caso, fui yo.
Por la fecha en que nací me corresponde el signo zodiacal Leo, el cual simboliza un vigoroso león que también puede ser manso; es una de las fieras domesticadas con mayor facilidad. Tengo el ímpetu, la vehemencia de ese animal y, sin embargo, también poseo mansedumbre y seriedad para cualquier propósito que me trace en la vida. Ahora bien, si al signo Leo se le añade la influencia de las dos columnas de mis antepasados españoles, Navarra e Islas Canarias, podrán imaginarse lo que a veces iba a estallar en mi carácter y me vería en la necesidad de domar.
Al determinarse mi nombre ocurriría la primera anécdota de mi vida. Una vez casada, mamá se propuso ponerle a una hija los nombres que yo llevo en recuerdo de una condiscípula del colegio y amiga de la infancia: María de los Ángeles Heydrich. Cuando nació mi hermana mayor, mi padre y su familia le frustraron ese empeño y le dieron el nombre de Josefina para complacer a mi abuela Juana, que era muy devota de san José.
Mientras me esperaba, mi madre reiteró su deseo de que, si era otra niña, le iba a poner María de los Ángeles. Papá le contestaba: «Por ti se llamará María… el otro nombre lo escojo yo». Debí llegar a la casa de la calle Manrique el l5 de agosto, era la fecha prevista. Pero el parto de mamá se anticipó y nací el 2, que coincidentemente es el día de Nuestra Señora de los Ángeles. Fue algo tan sorpresivo para los que estaban alrededor de Adela Soravilla que nadie se atrevió a discutirle su decisión de llamarme María de los Ángeles, como de inmediato me inscriben en el Registro Civil y bautizan.
Andrés Soravilla y Juana Rodríguez asumen las obligaciones y la responsabilidad espiritual del padrinazgo al ser bautizada María de los Ángeles, el 13 de septiembre de 1914, por el presbítero Andrés Lago en la iglesia de la Caridad, donde se adora una copia fiel de la patrona de la Isla, que tiene su templo en El Cobre, uno de los municipios de la provincia Santiago de Cuba.
Aunque en la tarjeta de invitación aparece el día ocho del mes y año citados como fecha de la ceremonia, puede corroborase la afirmación inicial si se consulta el acta primera del libro de bautismos número veinte de esa parroquia habanera, considerada por los feligreses el segundo santuario de la República.
Como es lógico, mis primeros recuerdos del entorno familiar los asocio a la casa de mis abuelos paternos en la calle Manrique, donde, un año antes que yo, naciera mi única hermana: Josefina. Con el lenguaje balbuceante de los párvulos, ella no lograba pronunciar debidamente un nombre extenso como el de María de los Ángeles, le salía algo así como Changi. Yo era mucho menos capaz de decir el suyo y de mis labios brotaba una palabra que más o menos se entendía Chefinita. De esa manera nos siguieron llamando en lo adelante nuestros padres y algunos familiares, aunque luego a Josefina todos le decíamos «Checha».
Junto con los abuelos Juan y Juana vivían asimismo las hermanas de papá y sus respectivos esposos e hijos. Nací rodeada del amor de todos ellos y de las exigencias de los jefes de la familia: mis abuelos paternos. Aún pequeña, a veces me rebelaba ante algunas, en lo cual no me parecía a mi hermana, que fue muy mansa.
Por ejemplo, rechazaba la autoritaria disciplina establecida en las comidas, que debían hacerse en los horarios fijados. La mesa era sagrada y no se hablaba nada que no fuera propicio o perturbara la digestión. Significaban momentos particulares de la vida doméstica en los que el dominio de los jefes de la familia orientaba la conversación. De pronto decía mi abuelo: «Juana, ¿no sabes quién estuvo a verme esta mañana? Fulano de tal para…». Vaya, nos enterábamos de sucesos que no nos interesaban y que religiosamente se debían escuchar al contarlos Juan Santana.
En ese ambiente me criaron con mucho amor hacia el hogar que estos abuelos paternos formaron y a una serie de principios que más tarde me servirían en la vida, porque una vez que se aprenden lo marcan a uno por dentro como un hierro candente. De buenas a primeras, nos preguntamos tras algo que se realiza intuitivamente: «¿Por qué actúo así? ¿Por qué determino de esta forma?». Y es que, desde la permanencia en el vientre materno, designaban cómo uno actuaría en el resto de su vida.
En honor a la verdad, nunca olvidé las enseñanzas recibidas de los abuelos Juan y Juana en el tiempo vivido con ellos que, por cierto, fue poco, ya que después de papá graduarse en la Universidad, decidió coger mundo. Con esto quiero decir que agarró a su esposa e hijas y se fue a trabajar como médico rural en el interior de Cuba.
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