Los regresos
30 de diciembre de 2022
|¿Ya te vas? La noche llegaba y ella conocía sus costumbres. Ella miró al reloj y le nació la sonrisa triste. Siempre a esta hora le nacían las preocupaciones. Era igual cuando el hijo adolescente iba en pos de las primeras aventuras del hombre. Él la miró y dirigió sus ojos amarillos a la ventana. Continuó el extraño diálogo donde uno hablaba y el otro respondía con sus ojos brillantes. No vengas tarde. ¡Cuídate! Él cumpliría su destino al igual que el hijo. El gran gato negro lanzó varios maullidos cortos y saltó a la ventana. Una última mirada a la dueña y otro salto y cayó en la tapia. La anciana lo perdió de vista y sintió el miedo acostumbrado. Sabía que un día no volvería. Era el destino de los gatos. A los hijos, uno puede ayudarlos a trazar un camino libre de peligros. Los enseña a respetar a los demás. A ganarse la vida con las manos hechas a los trabajos rudos o las hábiles para el tecleo de la computadora, siguiendo las ideas nacidas de un cerebro privilegiado.
Hacía años, el veterinario le aconsejó la operación. Ella no quiso. Respetaba las decisiones de los demás, hasta la de los animales. Conocía en dolor propio que cada quien tenía derecho a saltar como un gato a lo imprevisto………
Este gato extraído del basurero y llamado Misu porque ya se le había quebrado la imaginación, acumulaba numerosos regresos con mordidas profundas y patas maltrechas. Ella lo curaba entre regaños y palabras de acompañamiento; el gato maullaba lastimero y aceptaba hasta remedios caseros. Algunos maullidos eran potentes, como de guerra ganada. La dueña los traducía en un “el otro gato quedó peor”. Y la hacía sonreír. Él lograba hacerla sonreír.
Los niños del barrio, nietos de sus amigas, respetaban al Misu, eran niños bien criados. Eran niños del mar. Las olas, la arena, las rocas eran las zonas de esparcimiento desde que nacían y los enseñaban a flotar con los ojos puestos en el cielo. El gato, gato al fin, huía del ruido del agua. Y buscaba techos. Aunque como todos los seres vivos y los muebles muertos del lugar, olía a sal y regaba arena en la sala cuando se sacudía.
Hacía días de la última partida de Misu. La envejecida por las lágrimas, dormía poco. Estaba acostumbrada a encontrarlo, acurrucado en su almohadón, situado en la cocina. La taza de leche lo esperó muchas mañanas. Así había esperado a otros gatos encontrados o regalados durante sus años de soledad. Esta mujer echa a los desencuentros, inventaba para su felicidad, posibles aventuras gatunas con regresos inesperados. Las contaba a sus amigas que le atizaban los sueños aunque una sabía la verdad de este último Misu. El nieto lo contó. “Un camión le pasó por encima, abuela”. Y ella le pidió que no se lo contara a nadie, ni a los otros amiguitos. Que él bien sabía, como sabían todos sus compañeritos, que uno de esos carros voladores de la avenida principal, le había matado al hijo que ya estudiaba en la universidad y que se conformaba con criar gatos y más gatos.
El silencio de un niño se derrite como el helado que les gusta tomar. Pero si es un niño criado mirando al cielo y mecido entre las aguas de una playa, sabe del balanceo de las malas noticias. Una mañana se presentó a la ahora más solitaria con una bola de pelos sucios y otras bolas amarillas que parecían ojos. “Este es el hijito de su gato Misu. Lo encontré cerca de donde un camión mató a su padre”.
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