Los primeros tiempos
4 de diciembre de 2019
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En 1492, al llegar a Cuba los conquistadores españoles, encontraron que los aborígenes se alimentaban con provechos de la flora y la fauna proporcionados en cantidades suficientes para mantener una dieta aceptable. Los hombres del Viejo Mundo conocieron por vez primera parte las bondades nutricias que ofrecía el sorprendente escenario americano, las cuales, junto a otras de la parte continental aún no descubierta para el momento, volcarían definitivamente el gusto de la cocina universal.
Transcurrida una década del siglo XVI, los conquistadores deciden poblar la isla grande: Juana, Fernandina, o Cuba, nombre nativo que prevaleció por encima de todas las pleitesías brindadas a los soberanos del reino invasor. Fueron siete las primeras villas. San Cristóbal de La Habana fue la séptima y más occidental de ellas, ubicada definitivamente en una espaciosa y ventajosa bahía. La Habana se alzó rápidamente con la categoría de capital del país desplazando por sus condiciones naturales singulares a la primada Baracoa y a Santiago de Cuba. Los ataques de corsarios y piratas que ya imperaban en el mar antillano, hacían de las suyas e imponían suspicaces recelos a los agitados primeros habitantes de la villa. La defensa se convirtió por largo tiempo, en la primera prioridad de la población.
La huella principal de la cocina ibérica al comenzar la conquista americana fue la conocida como olla podrida. Esta hechura es una mezcla indiscriminada de carnes, legumbres y especias de todo tipo. La elaboración de tal es una tarea casi épica y no es de dudar que aquella que elaboraban los primeros habitantes de la recién estrenada villa de La Habana, tuviera que ser por fuerza algo mucho más simple.
Las maneras de la cocina de los siglos inmediatos a la llegada de los expedicionarios, se iban conformando con los productos del entorno y el residuo del influjo indígena de una población que para ese entonces iba siendo sensiblemente diezmada; la introducción de géneros que se importaban para satisfacer los remotos hábitos alimentarios de los colonialistas –arroz, aceite, distintos tipos de ganado, ciertas especias, vinos… – y pertrechos comestibles venidos de África –plátano, quimbombó… –, trasplantados a través de las rutas que estableció el temprano comercio de esclavos desde aquel continente.
La recurrente olla podrida de la cocina ibérica fue trasmutando en mixturas como el ajiaco, de cuna aborigen pero conformado con la incorporación de productos de los dominadores y las inevitables influencias en frutos y maneras que aportaron los esclavos africanos, a los cuales los amos les encomendaron sus cocinas.
El vino peninsular dominaba los intentos etílicos de los primeros pobladores. Bien entrado el siglo XVI, las melazas del jugo o guarapo de la caña de azúcar -traída por Colon en su segundo viaje- van lentamente convirtiéndose por fermentación y destilación en aguardiente, belicoso precedente del ron cubano, sin un protagonismo evidente para el momento.
El tabaco, privilegiado integrante de los símbolos de la nacionalidad cubana, ya en el siglo XVI era un producto demandado. Inicialmente se cultivaba para el consumo interno, pero pronto se distinguió como pieza de exportación, cosechado por cultivadores que trabajosamente lo plantaban en limitados espacios de terreno cercanos a las grandes extensiones de terreno utilizadas para la cría extensiva de reses y cerdos.
En estas circunstancias, el investigador cubano Antonio Núñez Jiménez, en su obra Piratas en el archipiélago cubano, reseña brevemente el paisaje urbano y ciertas necesidades alimentarias de la época: “Los asaltantes incendian las pocas casas que se acaban de reconstruir… Lentamente, surgiendo de sus propias cenizas, La Habana reaparece (1539) bajo el sol. La iglesia y el hospital, las casas de piedra y tejas, las calles polvorientas o enlodadas, según la estación; el pregonar de negras que venden frutas silvestres, fritangas y cangrejos, con un paño en la cabeza y un túnico de colores chillones o albura sin par; las tabernas, las tiendas, los mesones y tabancos, abarrotados por constantes viajeros de la flota”.
Tempranamente, el poblado asumió características particulares como capital de la colonia y centro de formación de la Flota de Indias, que en la rada habanera acopiaba los tesoros arrancados de la América continental para trasladarlos a la metrópoli después de organizar un convoy, el cual, con relativa seguridad haría la travesía trasatlántica.
Desde un inicio, la composición de la flota, fue la más lucrativa y permanente gestión de la ciudad. Esta operación generalmente tardaba meses en desarrollarse. De esta manera, a la ya inquieta población existente en la villa, se le unía, por periodos más o menos largos, toda una gama de moradores transitorios constituida por tripulaciones y pasajeros de distintos países y lenguas.
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