Los novios de Macondo
19 de abril de 2014
|Fregaba los platos. Ya no le importaba que el detergente le dañara las manos y que en las tiendas no encontrara guantes cuidadores. La radio traía las noticias y al ser tan parecidas a las del día anterior, se le diluían en el agua. Una la paralizó y no se fue por el caño. García Márquez, muerto. Atinó a cerrar la pila y con las manos húmedas partió hacia el dormitorio.
Desde la jubilación, el anciano tornó a la costumbre de la primera infancia. Dormir un rato después del almuerzo. Y si cuando niño la adoptó por obligación materna, en la vejez se molestaba cuando el equipo del vecino lo despertaba porque ella, obediente en ocasiones, no lo perturbaba. Las manos húmedas lo sacudieron. ¡Se murió, se murió! A la noticia de la muerte de los amigos nunca se acostumbra uno, pero en la vejez se vuelven tan comunes que el hombre se asombró ante la cara desconsolada de la anciana. ¡Se murió García Márquez!, amplió ella. Sentía tanto respeto por el colombiano que no se atrevía a llamarlo Gabo.
A él se le agitó el corazón remendado por un cirujano, la tomó de la mano mojada y la obligó a sentarse en la cama. ¿Te acuerdas?, le dijo.
Aquel ómnibus cumplía el destino de todos los ómnibus habaneros, desbordaba de humanidades diferentes pero que en aquellos días escondían las palabras soeces para instantes únicos y tampoco músicas ensordecedoras lastimaban los tímpanos. En una fila ordenada, ella tomó el transporte, gozó del asiento en el comienzo del viaje y absorta, leía el libro. Maletín en mano, las mochilas todavía eran símbolo de las idas a la zafra o a la recogida de papas, él montó muchas paradas después, cuando la fenecida ruta 61 se acercaba al final del viaje. El joven se aprovechó de la saga de los Buendía y lanzó las primeras palabras que continuaron en una conversación macondiana al bajarse en los ferrocarriles. No hablaron de ellos. Ella pensaba: ¿Cuál de los Aurelianos sería este? Él la tenía definida. Ella era una Remedios la Bella y lucharía para que no se le escapara. Al paso de los años, en algunas ocasiones él deseó que ella se escapara por la ventana del baño, mientras su Remedios envejecida, comprendía que cada hombre es muchos Aurelianos a la vez.
Se habían acostumbrado el uno al otro. Los días de restregarse en la mermelada de guayaba quedaron atrás y se entretenían en los ardides contra la pérdida de la memoria. El refrigerador era capaz de guardar los alimentos y hasta la llave trastocada. Esos días no tenían 24 horas. En los tiempos del cólera, las horas se van en la hervidura del agua.
Por primera vez, ella se atrevió a llamarlo Gabo. Lo sentía propio, suyo. Comprendía el mensaje de aquel libro que los unió y los multiplicó. Aquel libro era un remedo de la Biblia. Así que “creceos y multiplicaos”, ¿eh?. Al final, la soledad de la muerte.
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