Los malos no duermen bien
7 de junio de 2014
|Todavía en aquella época, todos en el pueblo se conocían y los más viejos alardeaban de narrar las anécdotas sujetas a los antepasados de cada familia. Pocas eran las mudadas. Cuando los hijos crecían, si podían, construían otra casa cercana o si no, reproducían la estirpe bajo los mismos techos. La marcha hacia la ciudad la hacían algunos, los más pobres o los más soñadores, en busca de subidas en la escala social. También se marchaban, mejor dicho, huían aquellos marcados por pecados contra la moral establecida o por incurrir en errores verdaderos y menospreciados como el robo de lo ajeno.
Él perteneció a esa última división degradada. Pobre era aquel hogar, pero subsistían los hermanos, gracias al trabajo de la madre. Desde niño sentía rabia al comer las sobras traídas de la casa en que la madre era criada. El resentimiento le creció con la estatura. Obligado, entró con los hermanos en aquella carpintería a aprender el oficio. Perdía el tiempo y se perdían algunas herramientas, como las del otro establecimiento en que la madre, a lloros, consiguió la otra oportunidad para él.
Presto a salir de la adolescencia, aquel pueblo le apretaba y le apretaban las miradas de sus habitantes. Tuvo la idea, no tuvo que ejecutarla, la madre le entregó los pocos ahorros guardados porque, madre al fin, en sus ojos leyó la intención. Y él huyó hacia la ciudad.
De él, las noticias llegaban intermitentes solo a la pobre mujer que en sus oraciones nocturnas lo colocaba antes que a los hermanos. Eran notas cortas en caligrafía pedestre que apenas la sufriente podía descifrar. Ni en una palabra se insinuaba el cariño, pero ella sentía que representaba para el ausente, el único lazo sentimental que lo ataba a la humanidad.
La ciudad lo tragó primero y lo escupió más cargado de odios y resentimientos. Solo en las fábulas y los cuentos infantiles, siempre los ganadores son los buenos. Pasados los años, disminuyeron las notas, pero aparecieron los giros. La madre comprendió que ya ni siquiera le urgía ella en su papel de eslabón con la humanidad. El dinero era simplemente el pago por haberlo parido, por limpiarle los mocos, por defenderlo cuando lo señalaban con un dedo acusador. La honestidad le opacó las corazonadas ciertas. En su descenso a la malignidad, él quería mantenerla aparte, ignorante de sus pasos. La sabía capaz de despreciar las monedas en aquel hogar de continuados hermanos pobretones. La noticia le llegó por vía desconocida. A la madre, en medio de la ancianidad, la atacó aquel mal innombrable. Llegó en auto propio y al bajarse, algunas miradas lo reconocieron. Las cadenas y el mocetón acompañante de cara dura indicaban el poder de los malhechores. No le importó. Ni siquiera preguntó a los hermanos. Entró al cuarto. La sonrisa en la cara demacrada le otorgaba el perdón a pecados ignorados. Y quiso ser, por única vez, diferente y atarse a la humanidad.
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