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Los actores juegan como niños III

11 de julio de 2013

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La alegría, la fiesta, está asociada a la familia, representada por el fogón y la mesa, el banquete, el compartir los afectos mientras entra y sale lo telúrico y lo estelar, en el concierto de todos los sentidos. Comemos y bebemos los frutos de la tierra y, en medio de la conversada, gozamos de relatos, maledicentes, chismosos e incluso, por momentos, llegamos a abrazar lo mítico y lo poético.
Cuando ya estuvo seleccionado el elenco para La Extranjera, cuando cada quien sabía qué defendía y a qué estaba jugando, se hizo la comelata, alrededor de una mesa de alquiler, que, sin embargo, pronto fue familiar y justa, como la de todos los días. Sencillos gestos, buenas maneras, arman la vida e hicieron de aquella un objeto sagrado.  En la cabecera, el padre de familia, Kouyaté, vitalidad y prosapia; junto a él los “ancianos”, los artistas más expertos; en medio de la mesa los productores ejecutivos –equilibrio que pone los pies en la tierra- y al extremo opuesto, los jóvenes, toda fuerza y torrentera.
El director sonríe y parece descansar de su oficio de líder y maestro; pero nos observa, busca en nosotros la confirmación de sus instintos. Aprende, mira las luces, las sombras, entra a la raíz.  Después, mucho, sabremos que superamos la prueba, pero que para él trajo descubrimientos y sobresaltos. Avisos desde la futuridad, riesgo y posibilidades.
Cuando nos despedíamos se hizo otro tertulia, callejera, de barrio. En el corazón del Vedado, se escucharon los cantos, desde la tradición yoruba o bantú, desde la santería o el espiritismo, de la rumba la canción. ¡Allí estaba la gente necesaria!
En esa madrugada leí los signos de la puesta en escena. Supe por dónde iban los tiros. Y se me hizo, entonces, la fiesta. La que no se ve, la extraña e innombrable.

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