Línea recta hasta el final
27 de diciembre de 2021
|La tranquilidad les ordenó la vida. Hasta continuaron en sus trabajos unos años más. Pertenecían al grupo feliz de quienes desde pequeños descubrieron la vocación o se las hicieron descubrir. Ella, criada entre maestros que a la casa llevaban las libretas por revisar y traían los dedos blanqueados por las tizas. Maestros y maestras respetados en el pequeño pueblo y premiados con una admiración perdurable en el tiempo. A él también la tradición familiar le dibujó el camino en aquellos libros de Contabilidad en que el debe y el haber indicaban que dada la honradez de los antecesores, le sería fácil asegurar puestos estables bajo cualquier contingencia social. Los dos, por separados, entrenados para aceptar las normas de la sociedad y no buscarse complicaciones.
Así constituyeron un matrimonio tranquilo en que la mujer asumió los deberes otorgados a la mujer en el hogar y al hombre, los derechos de la reclamación ante los incumplimientos. Eso, sí. Sin violencia en el ejercicio del mando y solo permitido el recordatorio cuando más, alzando la voz. Los dos no podían perder la aprobación barrial de aquella zona de reconocidos honrados no tan pobres.
A la hija, la única hija, también la acunaron ambos bajo esas normas. Y también seleccionó no tanto por vocación sino por costumbre, el magisterio. Por suerte para ella, se casó temprano con un joven capitalino que la trasladó geográficamente y de profesión. Eran tiempos iniciadores de cambios en que al sexo femenino le otorgaban otras posibilidades. Aquella joven, criada en normas organizativas con horarios señalados, sirvió perfectamente para cargos administrativos junto a una pareja propiciadora de una felicidad más allá del cerco del hogar. A la progenitora siempre le preocupó que aquel enamorado habanero se había criado huérfano de madre y junto a otro hermano, el padre los sacó adelante en los estudios y también en los quehaceres hogareños.
Para esa mujer tradicional, lo más normal de la vida era colocarse el delantal al regreso del aula mientras el marido leía el periódico o contemplaba la televisión después del baño en espera de la comida. Nunca comprendió que ese joven criado sin lo que aquella sociedad consideraba una familia normal de papá, mamá y nenés, concebía un hogar parejo en deberes y derechos y no le importó que la elegida lo superara en estudios y supo asumir gustoso la atención de los hijos mientras ella se encontraba en una reunión laboral.
Para esa madre a la antigua, los entretenimientos se ciñeron a la lectura de un libro, la charla con las madres, la ida al cine mientras este existía, alguna fiesta del cumpleaños de las amistades y, por supuesto, las consabidas radio y telenovelas. Para el padre, se agregaba la partida de dominó, las discusiones de pelota en una casa cercana y, por supuesto, la consabida televisión. Para ambos, la visita de la familia ya habanera que resultó incompleta cuando los nietos crecieron y el pueblo de los antecesores les causó aburrimiento.
Así, un buen día, se reconocieron viejos achacosos. Y otro mal día, se vieron encerrados en la casa llamada hogar. El causante, era un virus enemigo de los años de experiencia, las partidas de dominó, las conversaciones de las madres ya abuelas y bisabuelas, las celebraciones en casa de los vecinos, la visita de la hija lejana, el contacto directo con los otros. Y se dieron cuenta que ellos dos no tenían historias que contar, ni contarse. Ni siquiera recordar una discusión porque no la tuvieron en el afán de las apariencias sociales. Y si bien conocían las enfermedades de ambos porque en los dolores se necesitaban, desconocían sus sueños fracasados. Es decir, vivieron juntos, pero no revueltos. Y en la revoltura de ideas y actitudes, se encuentra la comunicación verdadera.
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