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Las grandes cosas

30 de septiembre de 2017

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Soñar-con-recuerdos-del-pasado (Small)La pareja de ancianos parecía ser la inspiradora de aquella canción del Serrat juvenil que traspuso la dimensión del tiempo y se adelantó a su propia vejez. En aquel ayer saboreado como un hoy, sin cumplir los treinta años, reflejó en letra y música, lo que en este aquí y ahora, a cientos de kilómetros de distancia, sentirá el hombre de continente, a la par de estos dos viejos de isla caribeña.
Las pequeñas cosas guardadas en desvanes, escaparates o cajitas de cartón, obtienen el alza suprema en la bolsa personal cuando ya la vejez tocó a la puerta y, sin voz de permiso, penetró en los huesos.
Esas pequeñas cosas en la adolescencia o juventud son guardadas en actos repentinos, impulsivos, en oscuros mandatos de algún programa genético o bajo el aliento de un ángel, de esos protagonistas de una canción de Silvio.
Esas pequeñas cosas pertenecen en lo físico a la inmensidad creativa humana y de la naturaleza. El sexo, las aficiones, las cargas de ternura mostradas al viento o escondidas rigen la selección. La lista es tan variada como variado es cada hombre o mujer avecindado en esta tierra continental o insular.
La primera mediecita del primer hijo, el boleto de entrada a un partido finalista de fútbol o béisbol, la foto de despedida del jardín de la infancia o la solemne de la universidad, los pétalos secos de una rosa de la noche iniciática, el caracol insignia del único amor imposible, los cordones de los tenis usados en aquella competencia. Y cartas y más cartas escondidas de la mirada del otro la otra en boronillas de papel porque se saben las últimas de un mundo tecnológico que las desterró.
Aquel par de ancianos izaba las banderas de la guerra ante el anuncio de la limpieza general ocurrida en meses vacacionales. La lucha contra el polvo promueven la destrucción de las pequeñas cosas de insignificante sentido para los demás. Hasta ese momento, salieron vencedores porque aquel refugio solo mantenía interés ante cierto ojo aquilatador del precio de los muebles de principios del siglo XX. La multiplicación familiar había encallado a estos ancianos en la habitación más desfavorecida por el sol y el aire. Lo aceptaron porque la realidad es más pesada que el viejo armario, guardador de ropas y sábanas usadas y de las cajas de cartón, almacenes rodantes de los recuerdos.
Al fin, después de muchos ruegos de los de aquí y los de allá, accedieron a visitar a los últimos primos vecinos en la provincia lejana. En tonos cariñosos o enérgicos, frente a la telenovela extranjera que conseguía reunir a la familia en sustitución del encuentro desaparecido ante la mesa del comedor, repetían y repetían el estribillo de “no toquen nada en nuestro cuarto” como unos soneros faltos de imaginación.
Regresaron felices de aquellos días pasados junto a los primos tan viejos como ellos. Después de los besos y abrazos, entraron al reducido dormitorio. Encontraron una cama nueva. La cama de madera preciosa en que tanto amor se hizo, desaparecida. El miedo al mal mayor no le dio tiempo al enojo. Abrieron las puertas del armario. Las cajas de cartón con las pequeñas cosas estaban en su lugar. Al compás de un niño de pecho, tamborileó el corazón.

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