“La última cena”: un clásico de la primera a la última imagen
15 de agosto de 2014
|El más universal e importante de los cineastas cubanos en el terreno de la ficción, Tomás Gutiérrez Alea (La Habana, 1928-1996), a lo largo de su filmografía, nutrida por una docena de largometrajes, esporádicas incursiones en el documental y un mediometraje rodado en México (“Contigo en la distancia”), supo abordar los temas más variados, siempre desde una perspectiva analítica muy ligada al espíritu e idiosincrasia del cubano. Su admiración sin reservas por Buñuel la vierte en su comedia satírica La muerte de un burócrata (1966) y en “Los sobrevivientes” (1978), en la que se burló cruelmente de una familia aristocrática que involuciona a través de los distintos estadios de la historia de la humanidad con tal de aislarse de la Revolución. “Memorias del subdesarrollo” (1968), la incuestionable obra maestra del cine cubano y título prominente del cine iberoamericano —que figura en algunas selecciones de los mejores filmes de todos los tiempos— mezcla la ficción con el documental para lograr una cinta con una estructura abierta, tan pletórica de frescura que parece haberse filmado hoy.
“La última cena” (1976), irónica alegoría sobre la hipocresía religiosa de la sociedad colonial del siglo XVIII queda como otra pieza magistral desde los créditos hasta la última imagen. La idea para el guión surgió de la lectura de apenas un párrafo del voluminoso ensayo económico El ingenio (1964), escrito por el historiador y ensayista Manuel Moreno Fraginals (1920-2001). Relataba la historia del conde de Casa Bayona que decidió reunir un Jueves Santo a doce esclavos, les lavó los pies y los invitó a su mesa como una forma de tranquilizar su conciencia. Las consecuencias de aquella acción serían imprevisibles.
La impresionante secuencia de la cena es el núcleo estructural del filme, antecedido por una suerte de prólogo y un epílogo; a lo largo de 49 minutos, se presentan los esclavos como personajes, según las intenciones del cineasta, quien declaró: “Allí se revela la personalidad particular y muy específica de algunos esclavos entre los que interpretan momentáneamente el papel de apóstoles. Se trata de cuestionar la imagen tan tergiversada y prejuiciada que del esclavo construyó la cultura del opresor, y también de revelar en toda su complejidad los disímiles y contradictorios aspectos de su personalidad, provocados por su situación de sojuzgamiento social; su espíritu supersticioso y al mismo tiempo realista, su mezcla de desconfianza y credulidad…”
No solo para su creador, “La última cena” es una película metafórica basada en la recreación fílmica de acontecimientos reales, narrados en forma de parábola. La crítica ha visto una mirada cáustica para cuestionar la “doble moral” y la duplicidad tanto del catolicismo como de cualquier otra religión; una reflexión sobre discurso y poder, esclavitud y libertad, sumisión y rebeldía, ideología y opresión, rito y ética de absoluta actualidad.
El director, insatisfecho con la frustrante experiencia de “Una pelea cubana contra los demonios” (1971), ubicado en una población cubana del siglo XVII asolada por el fanatismo, prosiguió la búsqueda de su verdad y la verdad colectiva en los laberintos de la historia. Aunque el conflicto de “La última cena” se ubique en el siglo XVIII, se remite a la contemporaneidad por constituir “una dramática reflexión sobre la intolerancia, la hipocresía y la obstinada lucha del hombre por alcanzar su plena libertad”, como advierte Ambrosio Fornet. A este agudo crítico y estudioso de la obra de Titón —como le llamaran familiarmente— debemos otra importante conclusión que compartimos: “una verdadera galería de tipos y conductas sirve para explorar los rasgos puramente individuales y, a la vez, los secretos mecanismos de la conciencia colectiva”. El uruguayo Jorge Rufinelli, por su parte, conceptúa el filme como uno de los puntos más altos alcanzados por ese “doble y complejo juego entre lo histórico y lo alegórico” que caracteriza el cine de Gutiérrez Alea.
Después de la cena, la realidad se impone para aquel grupo de esclavos “elegidos”, engañados por la palabrería del Conde que se autocompara con Cristo bajo los efluvios etílicos. El microcosmos de esos doce negros es extensivo a toda la dotación del ingenio, al colectivo que se rebelará y será reprimido con especial crudeza. La película, al mismo tiempo, trasciende por la profundidad en el tratamiento del tema de la esclavitud, a la trilogía realizada por Sergio Giral que parece haber desbrozado a “La última cena”, el camino a la aparición de la obra definitiva sobre un aspecto que todos creían agotado o abordado por el cine cubano de los años 70 hasta la extenuación, e integrada por “El otro Francisco” (1974), “Rancheador” (1976) y “Maluala” (1979). No obstante, el propio Gutiérrez Alea opinó antes del cierre de la trilogía que las dos primeras de Giral se complementan con la suya y admitió la validez de las tres películas.
El crítico norteamericano Dennis West, escribió: “«La última cena» constituye un trabajo importante, muy original y socialmente significativo. Su compromiso y alcance radican en una concienzuda exploración artística de la naturaleza y los manejos de la ideología dominante dentro de un sistema social que favorece escandalosamente a una clase dejando totalmente desposeída a otra. El análisis de Gutiérrez Alea añadirá nuevos temas de discusión al debate sobre la naturaleza, los efectos y las contradicciones internas de la esclavitud. Su mensaje es de liberación revolucionaria, tanto de los grilletes ideológicos, de la clase dominante como del sistema social que los mismos contribuyen a mantener”.
Con “La última cena” —estrenada en La Habana el 3 de noviembre de 1977— el cineasta consiguió una auténtica pieza de orfebrería merced a la fusión de talentos disímiles: el fotógrafo Mario García Joya, el editor Nelson Rodríguez, la música compuesta por Leo Brouwer, la asombrosa dirección de arte y la excepcional interpretación por el actor chileno Nelson Villagra del personaje del Conde, por solo citar algunos.
El filme recibió, entre otros galardones, el Premio del Jurado Colón de Oro en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva; el Primer premio Hugo de Oro, en el Festival Internacional de Cine de Chicago; Gran Premio del Festival Internacional de Cine de Figueira da Foz, Portugal; fue el Gran Vencedor del Jurado Popular en la Muestra Internacional de Cine de São Paulo y el Primer Gran Premio en el Festival de Cine Ibérico y Latinoamericano de Biarritz. Fue seleccionado, además entre los filmes más significativos exhibidos en el año 1977 por la crítica especializada de Cuba y Venezuela y escogido como Filme Destacado del Año en el Festival Internacional de Cine de Londres.
Aunque se trate de algún título en la trayectoria de un cineasta mayor como Tomás Gutiérrez Alea, de tema “actual” en que el conflicto gire en torno a un personaje como eje para mostrar determinadas contradicciones (incluso como víctima) con gran peso al humor —“La muerte de un burócrata”, por ejemplo—, o uno de tema “histórico”, en el cual la trama abarca a toda una colectividad a partir de individualidades bien definidas —“La última cena”—, cada película de este director reafirma sus palabras de que: “Estas obras no solo deben mostrar o revelar algún aspecto esencial de nuestra realidad actual y ayudar a interpretarla y comprenderla, sino que pueden —y deben— tratar de ir más lejos en su función social: activar al espectador con un espíritu crítico sobre la realidad y sobre sí mismo para que, una vez que deja de ser espectador y se enfrenta con su realidad cotidiana, se encuentre, no solo armado de una cierta información que le ayude a comprender mejor el proceso en el cual está insertado, sino que se sienta también conmovido y estimulado para participar activamente en ese proceso. No solo obras que ayuden a interpretar al mundo, sino que contribuyan a transformarlo”.
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