La rosa moribunda
2 de octubre de 2015
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Divisaba el jardín. Era una masa informe de verdes y carmelitas contraídos. Sequedad de arbustos y flores. Sequedad de huesos y músculos. La mujer leía sus pensamientos. La desgracia del jardín era el espejo de la desgracia de su cuerpo. Pedía que le alzara la cama para contemplarlo. Este jardín era su gloria. De sus viajes por la Isla, regresaba con semillas, algún trozo de rama mantenido vivo en un recipiente, una planta germinada en una lata. Y después del beso del encuentro, tiraba el maletín y con la misma ropa, a pesar del regaño de ella, procedía a sembrar o preparar las mejores condiciones para la nueva hija que tendrían, así les decía y hasta las bautizaba con nombres pomposos de reinas de la antigüedad, artistas de cine, escritoras, poetas. Sus favoritas eran las rosas.
Para su cuerpo, lo sabía, no había remedio; para el jardín, sí. Ella le propuso la búsqueda de un jardinero. Al principio, se negó en prueba del egoísmo humano. Si un accidente le quebró la médula, el quebraría troncos y ramas. Un día, en ese lapso en que el amanecer se declara mañana, dormido o despierto, nunca lo supo, sintió el alarido de una rosa. El amor lo vencía y pidió urgente, un médico para su jardín.
El seleccionado se detuvo a la entrada. No llamó a los de la casa. Atendía al alarido de las rosas, ese grito final por sus pétalos marchitos. Era un anciano de espalda encorvada. Sin temor a perros vigilantes, entró en el jardín con su carretilla de aperos. Observó el cementerio de hojas, la creciente aridez de la tierra. La mujer de pie, el hombre desde su obligado lecho, lo observaban. A los dos, esa figura endeble los desanimó. No podría resucitar el jardín.
Al anciano no le importaban esas dos miradas que le doblaban mas la espalda. De la carretilla, tomó una regadera que al enfermo le recordó la usada por la madre en el jardín perdido de la infancia. De una pila, saltó el agua salvadora. Sentía los estertores de la rosa moribunda. y la encontró. Poco a poco, derramó la vida en las raíces. Sonrió. Había llegado a tiempo.
Aquellas miradas se suavizaban sobre su espalda. Estas tampoco le importaban. Removía la tierra, cortaba ramas secas, recogía lo muerto. Sus movimientos lentos eran recompensados por la continuidad sin descanso. Desconocía la línea recta. Iba de un extremo a otro, eligiendo al azar, tal vez sabiendo u oyendo el interno grito de una sabia acabada.
Al verlo beber agua de la pila en sus manos enfangadas, el hombre intentó gritarle y comprendió que ni sabía su nombre. No hacía falta. El anciano se sintió llamado por el estertor espiritual del hombre como el de la rosa. Decidió responder a este otro llamado.
El jardinero se lavó las manos, en la estera de la puerta se limpió los zapatos. La mujer abrió y lo condujo a la habitación del hombre paralizado. Cruzaron miradas. El enfermo mendigaba agua de vida como la rosa moribunda.
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