La ópera durante el Romanticismo
20 de noviembre de 2015
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En diferentes ocasiones me he referido a la ópera como un género que, surgido en Italia, se expandió por el mundo y ocupó la preferencia del público a tal punto que, si un pianista quería triunfar, debía interpretar versiones de arias en su instrumento. Por otra parte, la ópera fue evolucionando, desde las surgidas en el siglo XVI, hasta aquellas del siglo XIX, donde se destacan el italiano Verdi y el alemán Wagner quienes, con estilos y argumentos muy diferentes, conquistaron la cima del arte operístico del siglo XIX. Sin embargo, no podemos olvidar las óperas de Mozart quien, en la centuria anterior, creó obras maestras que hacen de él uno de los más grandes genios del género, a nivel universal.
Durante el siglo XIX italiano, el bel canto había conquistado la preferencia del público. Compositores como Rossini, Donizetti y Bellini, explotaron al máximo las situaciones dramáticas y crearon óperas de gran virtuosismo vocal, para ser interpretadas por las mejores voces del momento, entre cuyos títulos figuran: El barbero de Sevilla, Lucia di Lammermoor, Don Pascuale, Norma… Luego vino un período de decadencia, en medio del cual comenzó su carrera Verdi.
Giuseppe Verdi (1813-1901) Aunque se le negó una beca para el estudiar en el Conservatorio de Milán, por considerarse que no tenía talento, decidió estudiar con maestros particulares y, muy pronto, evidenció dotes excepcionales para la melodía y el drama, y se convirtió en preferido del público. Su primera ópera fue: Oberto, estrenada cuando el compositor tenía 25 años. Algunos temas de sus obras, como: Nabucco y I Lombardi, fueron utilizados por los patriotas italianos que luchaban contra la dominación de los Habsburgo.
Su creación es amplia y entre sus títulos más conocidos están: Rigoletto, Il trovatore, La traviata, Aída, Macbeth y Otello. En su octava década de vida compuso por primera vez una ópera cómica: Falstaff. Este genio de la ópera italiana no solo creó partituras que han trascendido hasta nuestros días por su excelencia, sino que introdujo aportes en el género como, por ejemplo, la continuidad de la música, que impedía a los virtuosos hacer derroche de sus acrobacias vocales, porque –según él– se interrumpía la continuidad dramática. Además de la ópera, Verdi escribió un cuarteto de cuerdas y música sacra entre cuyos títulos se destaca su excelente Réquiem.
Richard Wagner (1813-83) Pocas veces sucede que dos genios nazcan en el mismo año, como es el caso de Verdi (en Italia) y Wagner (en Alemania) quienes, además, son los compositores de ópera más relevantes del siglo XIX, aunque con sus propias concepciones y estilos respecto al género. Wagner utilizó leyendas mitológicas para crear sus partituras; elevó el romanticismo alemán a la cima de la representación escénica; eliminó la diferencia entre el aria y el recitativo, lo que le imprimió a la música mayor flexibilidad; revolucionó la armonía y la orquestación, y su cromatismo permitió llevar la tonalidad a límites extremos.
Comenzó a componer a los 16 años, y al crear Tannhäuser (en 1845) ya poseía una nueva visión del teatro lírico. A esta siguió Lohengrin, dedicada Franz Liszt a quien admiraba extraordinariamente y de cuya hija, Cósima, se enamoró apasionadamente. Aunque nació en Leipzig, en 1848 se le prohibió vivir en Alemania debido a su vinculación con la revolución y mientras estaba exiliado en Suiza, creó su más grande y osada ópera, la tetralogía: El anillo de los nibelungos cuyas partes se titulan: “El oro del Rhin”, “La Valkiria”, “Sigfrido” y “El crepúsculo de los dioses”. Su catálogo operístico incluye, además de las obras mencionadas, Tristán e Isolda, El buque fantasma, Parsifal y Los maestros cantores de Nüremberg. Murió en Viena, de una afección cardiaca, a los 70 años.
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