La novela de su vida
13 de septiembre de 2014
|Escribió las últimas líneas y se detuvo. En la biblioteca, rodeado de sus premiados libros, no encontraba las palabras precisas. No se equivocaban los críticos al calificar su literatura de irónica, sonrió con su media sonrisa caracterizadora. Especificar las normas y ritos deseados para el cercano funeral, es más difícil que coronar un cuento con un final inesperado, desconocido en el comienzo del relato hasta para el autor.
Jugueteó con el teclado, muestra inequívoca de la indecisión, pero no cejaría en dejar aclarado punto por punto los pasos a cumplir. A él no lo cogerían para el trajín. Esa exclamación popular definía sus intenciones y debía encontrarle la hermana gemela de ese significado en un párrafo hijo legítimo de su rango académico.
A él no lo cogerían para el trajín como a sus congéneres desaparecidos. Todavía los gusanos, representantes escogidos del ejército de depredadores, ingerían al finado en una operación demorada, cuando los aprovechados, los alpinistas criollos, narraban anécdotas en que el medio comido le demostraba una amistad inexistente o, por lo menos, lo situaba en el círculo de sus allegados preferidos. Los enemigos declarados, esos que no podían ocultar los odios y desavenencias guardadas en papel en las bibliotecas públicas, iniciaban la labor del desprestigio al entrelazar entre los elogios -los sinónimos en el español sirven en la siembra de ambigüedades-, algún adjetivo de significado a gusto del consumidor.
Desde que el médico amigo le habló claro y deglutió la realidad de esas entrañas mordidas, concibió el anciano intelectual el proyecto. No permitiría que los principiantes ganaran gloria haciendo malabares con su obra, empatándolo con contemporáneos despreciados o emitiendo divagaciones cortadas en la red. Ni que crecieran los doctorados a causa del particular ritmo wagneriano descubierto en sus escritos, si él mismo no lo veía ni nunca soñó acostarse con una walkiria. Si alguien merecía aumentar los caudales monetarios a causa de su deceso, era su mujer, de resistencia estoica ante las sandeces de su empinado ego.
La sonrisa irónica retornó al rostro del anciano. La novela de su vida estaba terminada. Con nombres y apellidos aparecían los protagonistas, los extras y el papel interpretado. Despreciaba la burlona honestidad de los testimonios. Él relataba su vida matizada con la dramaturgia correspondiente. Las palabras dichas en los cócteles cuando se pensaban otras. Las artimañas forjadas contra él y las propiciadas por él. Las verdades a medias pronunciadas en las entrevistas. Las difamaciones distribuidas entre sonrisas inocentes.
Solo después del acto final, la mujer entregaría la obra al editor. Teclear la distribución de las cenizas propias, paraliza a creyentes y agnósticos. Al fin, el orgullo profesional le dio las fuerzas necesarias y escribió. Después del pronóstico más o menos exacto de la llegada de un mal tiempo invernal, de esos bautizados como “nortes”, se citaría por los medios, se avisaría de la despedida. La imaginación del escritor desbordada reprodujo por adelantado la escena. Al lanzar la esposa las cenizas al mar, el viento vengador las rechazaría y los presentes estarían obligados a tragárselas.
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