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La máscara del odio

26 de marzo de 2022

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depositphotos_309134372-stock-video-hand-dialing-old-antique-rotaryColgado el teléfono, la esposa en la cara tenía expresión de última noticia. Antes, las noticias las traía junto a la jaba de las viandas, después de recorrer los puestos y tarimas. Por la celda familiar de reclusión voluntaria de los viejos, seguidores diarios del doctor Durán, las últimas nuevas del barrio, sonaban por la vía telefónica. Ella entregaba esta información con precaución pues las anteriores dedicadas al mismo tema, él las recibió sin conmoverse, con esa cara de perro de pelea que sabía poner y que controlaba a sus nietos adolescentes. Siempre ella terminaría con la teoría del perdón. Y él ripostaría que ni invocando a todos los orishas del panteón yoruba, ni a las vírgenes y mártires del católico, lo convencería.

Con ojos suplicantes, la esposa abordó el tema supuesto por él. Y le contó que el fulanito ya estaba en la casa. Se salvó porque estaba vacunado y lo atendieron bien. Padeciendo de presión alta, diabético y obeso, tenía todas las de perder. Dice la mujer que  está muy triste. Y cuando habla, habla del pasado, de cosas de su niñez, de su adolescencia. Y te nombra a ti. También él gozaba de esas miradas que “tumban cocos” y ella decidió no insistir y dejarlo en manos de la conciencia. Lo conocía bien. Era un hombre recto y de buen corazón. No hecho para mentiras ni traiciones. Y en realidad, aquel retornado del COVID, le jugó aquella vez una mala pasada.

Acomodado en el sillón, tomó el libro y lo abrió en la página pendiente. Leyó y reeleyó el texto, pero las letras parecían no formar palabras porque la mente se le iba al pasado. Molesto, cerró el libro y buscó refugio en los canales de la televisión. Ninguno le convino y partió hacia la radio. Y con tan mala suerte que el primer sonido musical lo catapultó a un pasado que en esos momentos, evadía. La Anduriña de la década prodigiosa lo envolvió y lo colocó en el patio del pre. Y se vio y vio al otro con la guitarra y unos acordes únicos y él cantando Anduriña y las muchachitas rodeándolo y los maestros riendo. Y el musicalizador de aquel programa, empeñado estaba enterrarlo en los recuerdos y lo empapó con aquel traguito de champán imaginado mientras se bebían la guachipupa e imaginaban los muslos escondidos detrás de las faldas de las muchachas del último año. Y por si fuera poco, el malhadado musicalizador soltó los globos rojos y el siempre, el más ágil, pero el menos maldito, tomó dos para llevarle uno al amigo eterno de la infancia.

Desconectó la cajita y se dirigió a la mesa del teléfono. Sostuvo el auricular y lentamente marcó el número. Tantos años sin llamar y lo recordaba perfectamente. Mientras timbraba se preguntaba lo que diría. Una voz de mujer envejecida le contestó. Simplemente dijo su nombre y pidió hablar con él. La voz gritó un “es tu amigo, es tu amigo”. Y escuchó cómo movían el equipo. Supuso que lo acercaban al enfermo. Y sintió miedo. ¿Qué podría decirle? Una voz quejumbrosa repitió muy bajo su nombre. Y él se oyó cantando la Anduriña con la alegría ingenua de aquel día en el patio del pre.

 

 

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